El primer testimonio de Ben Bernanke, el recién nombrado presidente de la Reserva Federal, ante el Congreso fue, como todo
el mundo esperaba, brillante, impecable. No falló en un solo punto en explicar su visión tanto de la política monetaria como
de la relación de ésta con la política fiscal vigente.
No obstante, Paul Krugman, sin duda el más destacado economista norteamericano en la actualidad y, al mismo tiempo, el
más despiadado crítico de la Administración Bush, encontró base para cuestionar, en una columna que publicó en la edición
del 27 de febrero de este año del The New York Times, la respuesta al vuelo que Bernanke dio a una pregunta de uno de los
miembros de Cámara de Representantes
El cuestionamiento fue en torno a la naturaleza y alcance de la creciente desigualdad en la distribución del ingreso en
los Estados Unidos. La respuesta de Bernanke se movió por la línea de que la acentuación de la desigualdad se debe en gran
medida al rendimiento de la educación superior, al desarrollo de un grupo significativo de trabajadores del conocimiento que
han adquirido destrezas técnicas e intelectuales que les permiten devengar salarios más altos que el resto de la población.
Ni tardo ni perezoso, Krugman desató su furia crítica contra dicha explicación y argumentó que existe evidencia estadística
de que el ingreso promedio real de los graduados de colegios y universidades disminuyó en más de 5% del 2000 al 2004 y que,
en un periodo más largo, de 1975 a 2004 aumentó en menos de 1%.
Según Krugman, la realidad es que un pequeño grupo de lo que él llama oligarcas, ligados a las estructuras de poder económico
y político, el que ha cargado con la parte más sustancial de los avances en ingreso en años recientes.
No creo que el planteamiento de Krugman, de por sí muy difícil de sustentar empíricamente, vaya a generar una gran ola
polémica, pero me preocupa la implicación que se deriva del mismo en cuanto a que haya disminuido el valor económico de la
educación superior.
Desde principios de la década de los 60 hasta el presente se ha acumulado una impresionante literatura acerca de la importancia
del capital humano y del papel crucial que los colegios y universidades desempeñan en una economía globalizada y basada predominante
en la producción y diseminación del conocimiento.
Me refiero a libros clásicos como Human Capital, de Gary Becker; Investment in Learning, de Howard Bowen; The Work of Nations,
de Robert Reich; y Postcapitalist Society, de Peter Drucker. A estos podríamos sumarles, si nos quedamos en el marco estadounidense,
las abarcadoras investigaciones sobre la identificación, la medición y la evaluación de los resultados de la educación superior
que han estado desarrollando varias instituciones durante las últimas cuatro décadas.
De igual modo, me temo que la aseveración de Krugman falla en no tomar en cuenta los beneficios no económicos de la educación
superior, que Bowen, en el libro antes citado, que se publicó en 1977, señala que incluyen, en el plano individual, el autodescubrimiento
personal, el bienestar psicológico, la cimentación de los valores morales, el refinamiento del gusto y la amplitud de la perspectiva
intelectual, y, en el plano social, el avance del conocimiento, la preservación y diseminación de la herencia cultural y el
progreso en la identificación y solución de los problemas sociales.