Andrés Bello
y la libertad del espíritu expresada en la idea de universidad
Fernando Lolas Stepke
Entre panegíricos
y ditirambos, hablar de Andrés Bello a un siglo y medio de su muerte es sin duda una audacia. Los mejores ingenios de América
han escudriñado su polifacética obra y los autores más diversos han explorado su vida, aquella de la que se dice que realizó
por el continente con la pluma lo que Bolívar, su coterráneo, hizo con la espada. El diccionario académico ya acepta el término
«bellista» para quienes se dedican al estudio de su obra, honor parangonable al que le concedió la Real Academia al hacerlo
miembro honorario primero y correspondiente después, en 1861, como un modo de reconocer sus estudios de métrica, ortología
y gramática y anticipando los aportes que sobre la épica castellana reconocerían eruditos como Menéndez Pidal.
Me acontece
algo semejante a lo que recuerda Ignacio Domeyko, otro extranjero ilustre, su sucesor en la silla académica y en la rectoría
de la Universidad de Chile: el cometido supera con largueza mis fuerzas. A diferencia de Domeyko, nada puedo invocar que fuera
una adición o complemento a la obra de Bello. Y escojo, por ello, el camino de avizorar el futuro, prolongar sus intuiciones
y estudiar qué fue de una de sus grandes creaciones, la Universidad de Chile, heredera de la Real Universidad de San Felipe
y factor de progreso y cultura en el Chile décimonónico.
La innumerable
cantidad de escritos que salieron de su pluma, y los muchos que sus afortunados discípulos —en especial Miguel Luis
Amunátegui— publicaron póstumamente dan cuenta de un espíritu de acendrado e insobornable humanismo. Con justicia podría
decirse que nada de lo humano le fue ajeno y si no se abocó más a las nacientes ciencias experimentales se debió ello más
al carácter embrionario de ellas en su época que a falta de curiosidad por su parte. Así lo revelan textos suyos de permanente
memoria, como el discurso de instalación de la Universidad de Chile, pronunciado el 17 de septiembre de 1843, pieza oratoria
en la que pareciera no haberse dejado nada a la reflexión de la posteridad y que anticipa los rumbos de una institución que
en gran medida fue su creación y su esfuerzo. La nación chilena puede con justicia enorgullecerse de haberle cobijado entre
1829 y 1865 y en la distancia del tiempo se liman las asperezas e incomprensiones que sin duda padeció a manos de lo que el
Poema del Cid, al cual dedicó tantas reflexiones, hubiera declarado la «invidencia de los mestureros malos».
Cuando se
busca el hilo conductor de sus múltiples ocupaciones, y se estudian sus aportes al derecho, la jurisprudencia, la filología,
la lingüística, la poesía y las artes, se encuentra lo que con acierto Iván Jaksic llama la «pasión por el orden». Advertido
de que venía a un país por entonces anárquico y entraba en un período de difícil consolidación institucional, le correspondió
ejercer múltiples cargos de servicio público, de elección popular, de dedicación casi solitaria a las arduas tareas de redacción
de códigos y leyes, en fin, de lo que en sentido más amplio es la labor de un intelectual polifacético en una nación que nace.
Discrepancias y polémicas tuvo, entre otros, con José Miguel Infante por temas tan diversos como la enseñanza del latín, la
importancia del derecho romano en la formación del abogado, la constitución final del régimen político chileno. Las páginas
de El Araucano, fundado en 1830, le tuvieron como principal redactor y corrector durante luengos años y en esos sus
artículos de periódico emerge el polemista respetuoso, el polígrafo sapiente, la mente abierta a las novedades de otras latitudes.
No está demás recordar que este periódico sería luego El Diario Oficial de la república pero en aquella época era una publicación
de vastos horizontes políticos, culturales y literarios.
Pasión por
el orden puede entenderse de muy variadas maneras. Una interpretación es política y allí algunos alinean a Bello con la república
que emerge después de la batalla de Lircay de 1830 y la derrota del ideario pipiolo. Conservadurismo pelucón sería una forma
estrecha de designar sus inquietudes y su proximidad a Diego Portales, el ministro autoritario de quien fue amigo y compadre.
También contribuyó a la generación de 1842 y hasta los díscolos de entre sus discípulos, como José Victorino Lastarria, nunca
dejaron de valorar su sapiencia y su solvencia intelectual. Pero creo que el orden que aquí nos debiera ocupar es el representado
por la lengua castellana y lo que Bello hizo para evitar su disgregación y retener sus valores cruzando las fronteras de las
nacientes repúblicas. El movimiento emancipatorio por fuerza debía implicar separación de la metrópoli y sus usos, entre ellos
la religión y la lengua. Bello quería evitar la babelización del castellano, el caos del lenguaje común atomizado en
dialectos incompatibles y preservar, si no la pureza, al menos la pregnancia y la densidad del lenguaje y del buen decir.
Sin temer la irrupción de nuevas voces venidas de otras lenguas, pero siempre pensando en su armónica absorción por la matriz
de lo español, Bello abogó por un orden, que es el orden de la palabra hecha texto. Textos de codificación, como el código
civil, textos narrativos, como los múltiples artículos, textos reguladores, como la gramática, textos poéticos, textos interpretativos,
como los análisis (las análisis, hubiera dicho Bello) de la épica y la poesía de la Península. En todos ellos, la potencia
del texto, la capacidad de la escritura para ordenar, jerarquizar y dar sentido se deja entrever o manifestar. Aún en aquellos
que no alcanzaron a ser finalizados para la imprenta, el cuidado por la forma no va en zaga a la pulcritud con que se delimita
el contenido. Y si la elección de temas algo dijera de la personalidad de los que escriben, Bello fue un incansable roturador
de nuevos campos de ocupación intelectual. Su labor de legislador fue encomiable y, como era de esperar, aunque tuvo detractores,
los textos en los que participó pueden considerarse piezas valiosas para la construcción narrativa de la nación chilena. El
Código Civil que entró en vigor en 1857, por ejemplo, como legado escriturario, influyó en codificadores de otras latitudes
y sigue siendo modelo del lenguaje con que la voluntad soberana de la nación se hace norma de convivencia.
El trabajo
de Bello por la unidad de la lengua castellana en América estuvo señalado por la convicción de que las lenguas son construcciones
vivas de las comunidades. Son plasmadas por realidades efectivas y eficaces de la vida cotidiana, las que a su vez contribuyen
a labrar y modular. Muchas de sus consideraciones, aunque apodícticas y normativas, están basadas en el presupuesto
de que el significado es el uso, pero el uso de las personas educadas. La gramática, como sistema de normas ideales, es un
marco normativo, pero no una imposición de las relaciones vivas entre los elementos de los idiomas.
En ambos
extremos de la pirámide social, en la masa y en la elite, se encuentran motivos para perfeccionar la constitución lingüística
del mundo. En la masa, por obra de la instrucción elemental, que ya Scheler asignaba a la escuela. En la elite, por efecto
de la especialización, el rebuscamiento y la docta ignorancia del especialista, que requiere también aprender a comunicar
lo que sabe en una forma comprensible. Muchas de las disposiciones legales del siglo de Bello fueron construcciones de minorías
selectas que no calaron hondo en la conciencia nacional o fueron directamente ajenas al sentir popular. Ejemplo es constitución
chilena de 1828 y otras disposiciones que no lograron asentimiento. Problema perenne, pues los textos jurídicos, como todos
los textos, carecen de lecturas canónicas y su interpretación es motivo de disenso y discrepancia. Esta tarea suele estar
entregada a jueces que, como ocurría ya en la época de Bello, fundamentaban poco o malamente sus juicios y sentencias.
La Universidad de la nación chilena
El legado
de Bello es múltiple y polifacético. La redacción de códigos y la gramática castellana bastarían para inmortalizar su nombre.
Pero dejó también como legado una institución fundamental para los años germinales de la república.
Bello concibió
la Universidad de Chile como una institución rectora de toda la educación chilena y como academia de gente de letras y estudio.
Sólo lentamente, tras reformas acaecidas después de su fundación, empezó esta institución a adquirir el papel docente con
que hoy asociamos la voz universidad. De hecho, Bello nunca fue profesor en sentido estricto de la institución que creara,
intermedia entre la Real Universidad de San Felipe, disuelta en 1839, a la que reemplazaba, y una academia en sentido amplio.
En aquellos años la institución docente por antonomasia era el Instituto Nacional, fundado en 1813. Allí se enseñaban letras
pero también se impartían conocimientos para formar profesionales. El aporte de otro inmigrante ilustre, Ignacio Domeyko,
consistió precisamente en crear, a partir de 1852, las condiciones para que el estatuto de la universidad dictado en 1879
consolidara su papel docente. En sus primeros años, la Universidad de Chile fue superintendencia de educación y academia
de letrados, y quizá ese diseño, de mantenerse, hubiera llevado a la institucionalidad educativa chilena por caminos diferentes
de los que en realidad adoptó.
En mirada
prospectiva, desde el futuro que Bello no podía anticipar, su legado fue una mezcla de conservadurismo progresista o progresismo
conservador, que encontró en el lenguaje, la palabra y la letra la savia que alimenta esperanzas e instituciones perdurables.
Perdurables, eso sí, sorteando innúmeras dificultades, pues no fue evidente para aquellos habitantes de la naciente república
que la institución justificara su existencia. Lo prueban los intentos de reducir su presupuesto e incluso la idea de limitar
su existencia, como aconteció en 1845 y 1849. La defensa que debió hacerse de la obra institucional es, aún hoy, un valioso
arsenal de argumentos para la consolidación de las instituciones de la cultura y su aceptación por parte de las masas ilustradas.
Finalmente, prevaleció el modelo de la universidad humboldtiana con su unidad de investigación y docencia, un modelo que se
asocia a la necesidad de usar mejor los recursos que las naciones dedican al trabajo intelectual. En lugar de la separación
entre academia e instituto profesional la unidad de enseñanza y creación intelectual ha presidido, con oscilaciones y altibajos,
nuestra vida institucional. No sabemos qué hubiera pensado Bello hoy, tras los avatares históricos de la institución que creara,
heredera formal de la universidad real de la colonia, pero impregnada, como quieren algunos pensar (Feliú Cruz, entre otros)
del aire del tiempo nuevo.
Si algo debiera destacarse de la obra de organización cultural que
encontró en la universidad una decantada manifestación es quizá el espíritu libertario que su fundador quiso imprimirle. Libertad
para cultivar las letras, las ciencias y las artes. Libertad para expresar opiniones y formar consensos. Libertad, finalmente,
para llamar la atención de la dirigencia política hacia los grandes problemas y que la institución haría suyos como programa,
como ideario y como desafío. Quiero creer que esa dimensión prospectiva, ese avizorar escenarios que luego habrían de ser
espacios para la acción fue sin duda una característica de aquella institución que la República vio nacer en 1843. De sus
creaciones accesorias, los Anales fueron la revista científica que recogió la producción intelectual y científica de los primeros
decenios y se convirtió en vehículo de inquietud e intercambio con sabios de todas las latitudes. Su función de superintendencia
de la educación chilena pronto fue entregada a otras instituciones y su condición de academia se mantuvo enriquecida por el
carácter docente y luego por su posición de avanzada en la actividad de investigación científica. Y así, como lo recordaría
muchos años después Diego Barros Arana, también rector de la Universidad, ese hombre frágil que vestido con casaca verde,
pantalón blanco y espadín, el uniforme de la universidad, inició sus trabajos dio para siempre un modelo de orden, libertad
y laboriosidad que, con ser ejemplares, son también modelos para imitar y virtudes para emular.
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