LA MISIÓN SOCRÁTICA DE ÁNGEL LUIS BONILLA
Por: Santos Negrón Díaz
Pocos ojos he visto tan puros como
los de él.
Roberto Alberty, Romántico
a la vera,
Poema dedicado a Ángel Luis Bonilla.
Agradezco profundamente al buen amigo Omar Orrusti, organizador vitalicio del Baquinoquio y entusiasta promotor de
la cultura puertorriqueña en todas sus manifestaciones, que me haya invitado una vez más a participar como orador en esta
actividad anual.
En este XVII Baquinoquio además de rendirle tributo
a la memoria de Roberto Alberty, poeta y pintor genial, inolvidable amigo y maestro en tantos órdenes de nuestras vidas, recordamos
con justo respeto y admiración a dos puertorriqueños que fueron grandes amigos del Boquio y a quienes conocí personalmente. Tuve el privilegio de ser discípulo (en el sentido vital), compañero de luchas políticas
y amigo del alma de José ¨Pepito¨ Marcano. De igual modo, fui amigo y condiscípulo de Ángel Luis Bonilla, cuya memoria me
corresponde invocar hoy. De ambos podría hablar interminablemente, con idéntica pasión e intensidad, pero por disciplina de
tiempo limitaré mis palabras a mi recuerdo de la figura de Bonilla, no sin antes decirles que Pepito Marcano fue para mí y
para muchas personas de mi generación una influencia benévola, un ejemplo de hidalguía y patriotismo y, a la vez, un modelo
de compromiso intelectual y amor por la cultura puertorriqueña.
Todo homenaje a la memoria de Ángel Luis Bonilla tiene que partir del hecho de que
él fue ante todo y sobre todo un intelectual auténtico, un hombre de gesto meditativo, un lector voraz, que asumió ante la
vida una actitud de análisis y cuestionamiento riguroso y superó estoicamente una formidable cadena de tribulaciones personales
sin jamás apartarse de lo que yo voy a llamar su misión socrática.
Vivimos en los tiempos de la masificación de la
actividad intelectual. La noción de que el conocimiento es poder y la creciente conciencia respecto a las ventajas competitivas
que se adquieren por vía de la educación superior ha llevado a un acelerado incremento de las universidades y de la matrícula
universitaria, a una proliferación de las actividades culturales y un verdadero auge de la lectura y de la participación de
la población en el desarrollo del conocimiento. No obstante, la vocación intelectual auténtica, el amor por el conocimiento
como algo válido en sí mismo, como una paideia que nos orienta en nuestro proceso
vital, como lo vivía y comunicaba Bonilla, sigue sido el elemento distintivo de un escaso número de personas, un recurso sumamente
escaso.
La colección de títulos universitarios, la acumulación
de aportaciones teóricas y de trabajos de investigación, un cúmulo de experiencias de trabajo y la asistencia a una amplia
diversidad de actividades profesionales suelen ser los indicadores que miden el éxito de los intelectuales y determinan el
avance de éstos en los contextos académicos y en las estructuras corporativas en general. ¿Cómo es posible que Ángel Luis
Bonilla, que fue un psicólogo itinerante, un filósofo autodidacta y peripatético que tomó cursos universitarios pero no completó
grado alguno, que no desarrolló publicaciones de peso, pero dejo en la memoria de sus contertulios sus agudas percepciones
y sus juicios atinados, al igual que gratas impresiones y anécdotas inolvidables, que
no levantó un expediente de servicio en ninguna institución de Puerto Rico pero forjó una imagen de hombre comprometido con
su patria y sus circunstancias, sea recordado como un paradigma de la actividad
intelectual por buena parte de los que lo conocimos?
Mi recuerdo de Bonilla es claro y preciso y me ayudará a contestar, más adelante, la difícil pregunta que acabo de
formular. Se trataba de un hombre diminuto, oscuro como los duraznos como diría Pablo Neruda, de ojos grandes, alucinantes
y alucinados, que parecían absorber todos los detalles de la realidad que percibían, que cargaba perpetuamente bajo el brazo
un libro voluminoso y que, luego de un breve saludo, nos planteaba algún asunto que daba paso a un diálogo intenso y prolongado.
Su discurso no era proselitista, no mostraba interés alguno en convencernos de sus ideas o interpretaciones eran correctas.
Antes bien, las conversaciones con él fluían al estilo socrático, eran verdaderas
piezas de pensamiento libre porque no estaban atadas a conveniencia práctica
alguna y suponían el pleno deleite del arte de la comunicación, el gozo del ejercicio del intelecto, aunque siempre acababan
establecimiento vínculos concreto con la realidad.
En mi caso particular, las conversaciones con Bonilla casi siempre giraban en
torno al pensamiento de tres figuras que ambos admirábamos intensamente: Freud, cuya obra Bonilla conocía a cabalidad,
habiendo éste leído buena parte sino la totalidad de las obras completas del fundador del psicoanálisis; Ortega y Gasset,
que nos impresionada por su gran elegancia como prosista y por su controvertible concepto del hombre egregio; y Miguel de
Unamuno, en quien veíamos la encarnación del pensamiento filosófico europeo que tanto nos atraía en aquella época, es decir,
a principios de la década de los sesenta. Dada la vasta gama de intereses de lectura que nos inculco a ambos el distinguido
profesor Héctor Estades, el más grande motivador de actividad intelectual que he conocido en mi carrera, nuestras conversaciones
se extendían a una gran variedad de otros temas: la obra del gran psicólogo Jean Piaget, las novelas de denso contenido existencialista
de Joseph Conrad, los apasionados ensayos de Albert Camus, el pensamiento de Erich Fromm, las disquisiciones filosóficas de
Herbert Marcuse sobre Freud y sobre la relación entre el erotismo y la civilización, los vasos comunicantes entre el psicoanálisis
y el marxismo y muchos otros que no puedo recordar con tanto detalle. Recuerdo con cuando me veía Bonilla siempre decía, con
cierto dejo irónico: Aquí está el hombre egregio¨, lo cual yo interpretaba como una alusión a mi excesiva afición a la obra
de Ortega y, al mismo tiempo, como un reconocimiento que él hacia a mi firme compromiso con el trabajo académico.
En grupos de discusión, especialmente en las tertulias informales que desarrollábamos tanto en el ambiente universitario
(recuerdo en específico nuestros diálogos en el patio del viejo edificio de Ciencias
Sociales y en el Centro de Estudiantes del Recinto de Río Piedras) como en las cafeterías y bares de Río Piedras y el Viejo
San Juan la figura de Bonilla era siempre el centro de la atención cuando se trataba de analizar en serio un asunto o de identificar
las mejores fuentes de información para dilucidar el mismo. Conversada con fluidez y buen ánimo sobre todos los temas, no
se mostraba enfadado cuando la conversación se orientaba a temas triviales, pero tarde o temprano hacia una interpretación
creativa del asunto o traía a colación un nuevo tema que nos hacia regresar a un conversación de mayor calidad.
Bonilla era hombre de gran espíritu crítico, amante de la libertad y poco dado a entusiasmos ideológicos irreflexivos,
pero tenía plena conciencia de las limitaciones políticas de Puerto Rico y había aprendido y sufrido en forma cruenta las
realidades de la marginación social y racial en nuestro país. Sin embargo, él no era una persona resentida y su mente clara,
orientada a la captación de los elementos esenciales de la realidad, siempre
contemplaba los asuntos y eventos desde una perspectiva amplia, universal, que lo llevaba a entender más a fondo las estrategias
para superar esas restricciones.
Me imagino que hay algunos piensan la afición de Bonilla a la vida bohemia
y su sistémico rechazo a lo Boquio de las estructuras formales de interacción académica
y profesional le impidieron aprovechar al máximo su extraordinario potencial intelectual, agravaron su condición económica
y aceleraron su partida de este mundo. No subsetimo el grado de sufrimiento que le tocó vivir a este querido hermano, pero
proclamo con fuerza que buena parte de la producción que no logró plasmar Bonilla la logramos desarrollar muchos de los que
interactuamos con él, que tuvimos el privilegio de disfrutar de su amistad, de escuchar su cátedra al aire libre que apuntaba
más allá de lo convencional y anunciaba a voces el poder del conocimiento y el valor de la vida consciente. Nuestras ejecutorias
en diversos planos de la actividad intelectual en Puerto Rico tuvieron un entronque común en nuestros diálogos con Bonilla.
Psicólogos, abogados, economistas, historiadores, antropólogos, sociólogos y una gran variedad de diversidad de escritores
y artistas gráficos me dieron testimonio de su aprecio a Bonilla cuando les señalé mi intención de redactar estas líneas.
Sin duda, el mejor amigo, el más grande admirador y protector de Ángel Luis Bonilla fue Roberto Alberty. Desde el apoyo
económico precario pero siempre generoso hasta el legítimo apoyo psicológico y moral en los tiempos de angustia y enfermedad,
la mano de Alberty se extendió con intenso amor fraternal para ayudar a Bonilla, darle fuerza en la debilidad y reconocer
plenamente los atributos de éste. Ya lo dije en otra ocasión: Alberty vivió para y con sus amigos, pero ahora advierto que
nadie recibió más de él que Bonilla, que era sin duda quien más lo necesitaba de todos lo que disfrutamos de la amistad e
inmensa generosidad del pintor y poeta carolinense.
En suma, la razón por la cual la figura de Ángel Luis Bonilla regresa continuamente a nuestra memoria y se hace presente
en esta actividad y en cualquier otro contexto en que se invoque la creatividad cultural puertorriqueña es que él representa
el más puro de los intelectuales: el hombre socrático, el que convierte a la vida en su objeto de estudio, cuestiona sin temor
todos los aspectos de la realidad y deja que fluya su pensamiento en forma libre y espontánea, desatado de las obligaciones
y ataduras que pretenden socavar la creatividad. Al igual que Sócrates, la gran aportación de Bonilla no fue lo que escribió
sino lo que dijo, no fue un expediente de títulos académicos y logros profesionales, sino una sumatoria de gestos de pensamiento,
una poderosa imagen de hombre que analiza, discurre, piensa y nos obliga a seguir su ejemplo meditativo. Estoy seguro de que,
al igual que yo, a muchos de ustedes se les quedó una conversación con Bonilla a medio camino. Sabemos que ese diálogo nunca
podrá ser reanudado, pero al rendirle tributo a la memoria de este querido amigo le hacemos homenaje a la auténtica comunicación
intelectual, al espíritu de perpetua búsqueda de lo bueno y verdadero que promovió Sócrates muchos siglos atrás y que Bonilla,
en su fugaz pero deslumbrante paso por nuestras vidas, dejó sembrado con su ejemplo para siempre entre nosotros.
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Palabras pronunciadas el 21 de septiembre de 2002, en el XVII Baquinoquio,
celebrado en el Antiguo Cementerio de Carolina.