SOLILOQUIO DEL FARERO
Cómo llenarte soledad,
Sino contigo misma.
De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
Quieto en ángulo oscuro,
Buscaba en ti, encendida guirnalda,
Mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
Y en ti los vislumbraba,
Naturales y exactos, también libres y fieles,
A semejanza mía,
A semejanza tuya, eterna soledad.
Me perdí luego por la tierra injusta
Como quien busca amigos o ignorados amantes;
Diverso con el mundo,
Fui luz serena y anhelo desbocado,
Y en la lluvia sombría o en el sol evidente
Quería una verdad que a ti no te traicionase,
Olvidando en mi afán
Cómo las aves fugitivas su propia nube crean.
Y al velarse a mis ojos
Con nubes sobre nubes de otoño desbordado
La luz de aquellos días en ti misma entrevistos,
Te negué por bien poco,
Por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
Por quietas amistades de sillón y de gesto,
Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,
Por los viejos placeres prohibidos,
Como los permitidos nauseabundos,
Útiles solamente para el elegante salón susurrado,
En bocas de mentira y palabras de hielo.
Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona
Que yo fui,
Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;
Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,
Limpios de otro deseo,
El sol, mi dios, la noche rumorosa,
La lluvia, intimidad de siempre,
El bosque y su alentar pagano,
El mar, el mar como su nombre hermoso;
Y sobre todos ellos,
Cuerpo oscuro y esbelto,
Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,
Y tú me das fuerza y debilidad
Como el ave cansada los brazos de piedra.
Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
Oigo sus oscuras imprecaciones,
Contemplo sus blancas caricias;
Y erguido desde cuna vigilante
Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo
a los
hombres.
Por quienes vivo, aun cuando no los vea;
Y así, lejos de ellos,
Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
Roncas y violentas como el mar, mi morada,
Puras ante la espera de una revolución ardiente
O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
Cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.
Tú, verdad solitaria,
Transparente pasión, mi soledad de siempre,
Eres inmenso abrazo;
El sol, el mar,
La oscuridad, la estepa,
El hombre y el deseo,
La airada muchedumbre,
¿Qué son sino tú misma?
Por ti, mi soledad, los busqué un día;
En ti,
mi soledad, los a
QUÉ RUIDO
TAN TRISTE
Qué ruido tan triste
el que hacen dos cuerpos cuando
se aman,
Parece como el viento que se mece en otoño
Sobre adolescentes mutilados,
Mientras las manos llueven,
Manos ligeras, manos egoístas,
manos obscenas,
Cataratas de manos que fueron un día
Flores
en el jardín de un diminuto bolsillo.
Las flores son arena
y los niños son hojas,
Y su leve ruido es amable al oído
Cuando ríen, cuando aman, cuando besan,
Cuando besan el fondo
De un hombre joven y cansado
Porque antaño soñó mucho día
y noche.
Mas los niños no saben,
Ni tampoco las manos llueven como dicen;
Así
el hombre, cansado de estar solo con sus sueños,
Invoca los bolsillos que abandonan
arena,
Arena de las flores,
Para
que un día decoren su semblante de muerto.
ADONDE FUERON
DESPEÑADAS
¿Adónde fueron despeñadas aquellas cataratas,
Tantos besos de amantes, que
la pálida historia
Con signos venenosos presenta luego al peregrino
Sobre el desierto, como un guante
Que olvidado
pregunta por su mano?
Tú lo sabes, Corsario;
Corsario que se goza en tibios arrecifes,
Cuerpos
gritando bajo el cuerpo que les visita,
Y sólo piensan en la caricia,
Sólo piensan en el deseo,
Como bloque de vida
Derretido lentamente por el frío de la muerte.
Otros cuerpos, Corsario,
nada saben;
Déjalos pues.
Vierte, viértete
sobre mis deseos,
Ahórrate en mis brazos tan jóvenes,
Que
con la vista ahogada,
Con la voz última que aún broten mis labios,
Diré amargamente cómo te amo.
EN MEDIO
DE LA MULTITUD
En medio de la multitud
le vi pasar, con sus ojos tan rubios como la cabellera. Marchaba abriendo el aire y los cuerpos:
una mujer se arrodilló a su paso. Yo sentí cómo lo sangre desertaba mis venas gota a gota.
Vacío, anduve sin rumbo por la ciudad. Gentes extrañas pasaban a mi lado sin verme. Un cuerpo se derritió con leve susurro
al tropezarme. Anduve más y más.
No sentía mis pies. Quise cogerlos
en mi mano, y no hallé mis manos; quise gritar, y no hallé mi voz. La niebla me envolvía.
Me pesaba la vida como un remordimiento; quise arrojarla de mí. Mas era imposible, porque estaba
muerto y andaba entre los muertos.
A UN MUCHACHO
ANDALUZ
Te hubiera dado el
mundo,
Muchacho que surgiste
Al
caer de la luz por tu Conquero,
Tras la colina ocre,
Entre pinos antiguos de perenne alegría.
¿Eras emanación del
mar cercano?
Eras el mar aún más
Que
las aguas henchidas con su aliento,
Encauzadas en río sobre tu tierra abierta,
Bajo el inmenso cielo con nubes que se orlaban de rotos
resplandores.
Eras el mar aún más
Tras de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;
Eras
forma primera,
Eras fuerza inconsciente de su propia hermosura.
Y tus labios, de bisel
tan terso,
Eran la vida misma,
Como
una ardiente flor
Nutrida con la savia
De
aquella piel oscura
Que infiltraba nocturno escalofrío.
Si el amor fuera un
ala.
La incierta hora con
nubes desgarradas,
El río oscuro y ciego bajo la extraña brisa,
La rojiza colina con sus pinos cargados de secretos,
Te
enviaban a mí, a mi afán ya caído,
Como verdad tangible.
Expresión armoniosa
de aquel mismo paraje,
Entre los ateridos fantasmas que habitan nuestro mundo.
Eras tú una verdad,
Sola verdad que busco,
Más que verdad de amor, verdad de vida;
Y
olvidando que sombra y pena acechan de continuo
Esa cúspide virgen de la luz
y la dicha,
Quise por un momento fijar tu curso ineluctable.
Creí en ti, muchachillo.
Cuando el mar evidente,
Con el irrefutable sol de mediodía,
Suspendía
mi cuerpo
En esa abdicación del hombre ante su dios,
Un
resto de memoria
Levantaba tu imagen como recuerdo único.
Y entonces,
Con sus luces el violento Atlántico,
Tantas dunas
profusas, tu Conquero nativo,
Estaban en mi mísmo
dichos en tu figura,
Divina ya para mi afán con ellos,
Porque nunca he querido dioses crucificados,
Tristes dioses que insultan
Esa tierra ardorosa que te hizo y deshace.
EL JOVEN
MARINO
El mar, y nada más.
Insaciable, insaciable.
Con pie desnudo ibas sobre la olvidadiza arena,
Dulcemente
trastornado, como el hombre cuando un placer
espera,
Tu cabello seguía la invocación frenética del viento;
Todo tú vuelto apasionado albatros,
A quien su trágico desear brotaba en alas,
Al único maestro respondías:
El mar, única criatura
Que pudiera asumir tu vida poseyéndote.
Tuyo sólo en los ojos
no te bastaba,
Ni en el ligero abrazo del nadador indiferente;
Lo querías aún más:
Sus infalibles labios transparentes contra los tuyos ávidos.
Tu quebrada cintura contra el argínteo escudo de su
vientre,
Y la vida escapando,
Como sangre sin cárcel,
Desde el fatal olvido en que caías.
Ahí estás ya.
No puedes recordar,
Porque ahora tú mismo eres
quieto recuerdo;
Y aquella remota belleza.
En
tu cuerpo cifrada como feliz columna,
Hoy sólo alienta en mí,
En mí que la revivo bajo esta oscura forma,
Que cuando tú vivías
Sobre un ara invisible te adivinaba erguido.
No te bastaba
El sol de lengua ardiente sobre el negro diamante de
tu piel,
A lo largo de tantas lentas mañanas, ganadas en ocio
celeste,
Llenas
de un áureo polen, igual que la corola de alguna
flor feliz,
De reposo divino, divina indiferencia;
Caído
el cuerpo flexible y seguro, como un arma mortal,
Ante la gran criatura enigmática,
el mar inexpresable,
Sin deseo ni pena, igual a un dios,
Que sin embargo hubiera conocido, a semejanza del hombre,
Nuestros deseos
estériles, nuestras penas perdidas.
Mira también hacia
lo lejos
Aquellas oscuras tardes, cuando severas nubes,
Denso enjambre de negras alas,
Silencio y zozobra vertían sobre el mar;
Y en tanto las gaviotas encarnaban la angustia del aire
invadido por la tormenta,
Recuérdale agitado, al mar, sacudiendo su entraña,
Como demente que quisiera arrancar en la luz
EI
núcleo secreto de su mal,
Torciendo en olas su pálido cuerpo,
Su inagotable cuerpo dolido,
Trastornado ante tu amor, también inagotable,
Sin que pudieras llevar sobre su frente atormentada
La
concha protectora de una mano.
Las gracias vagabundas
de abril
Abrieron sus menudas hojas sobre la arena perezosa.
Una juventud nueva corría por las venas de los hombres
invernales;
Escapaban timideces, escalofríos, pudores
Ante el puñal radiante del deseo,
Palabra ensordecedora
para la criatura dolida en cuerpo
y espíritu
Por las terribles mordeduras del amor,
Porque
el deseo se yergue sobre los despojos de la tormenta
Cuando arde el sol en las playas
del mundo.
Mas ¿qué importan
a mi vida las playas del mundo?
Es ésta solamente quien clava mi memoria,
Porque en ella te vi cruzar, sombrío como una negra
aurora,
Arrastrando las alas de tu hermosura
Sobre
su dilatada curva, semejante a una pomposa rama
Abierta bajo la luz,
Con su armadura de altas rocas
Caída hacia las dunas de adelfas
y de palmas,
En lánguido paraje del perezoso sur.
Aún ven mis ojos las
salinas de sonrosadas aguas,
Los leves molinos de viento
Y aquellos menudos cuerpos oscuros,
Parsimoniosamente movibles,
Junto a los bueyes fulvos,
Transportando los lunáticos
bloques de sal
Sobre las vagonetas, tristes como todo lo que pertenece a
los trabajos de la tierra,
Hasta las anchas barcas resbaladizas sobre el pecho del
mar.
Quién podría vivir
en la tierra
Si no fuera por el mar.
Cuántas veces te vi,
Acariciados los ligeros tobillos por el ancho círculo de
tu pantalón marino,
El pecho y los hombros dilatados sobre la armoniosa cintura,
Cubierto
voluptuosamente de lana azul como de yedra,
El desdén
esculpido sobre los duros labios,
Anegarte frente al mar en una contemplación
Más honda que la del hombre frente al cuerpo que
ama.
Cambiantes sentimientos nos enlazan con este o aquel
cuerpo,
Y todos ellos no son sino sombras que velan
La forma suprema del amor,
que por sí mismo late,
Ciego ante las mudanzas de los cuerpos,
Iluminado por el ardor de su propia llama invencible.
Yo te adoraba como
cifra de todo cuerpo bello,
Sin velos que mudaran la recóndita imagen del amor;
Más que al mismo amor, más, ¿me oyes?,
Insaciable
como tú mismo.
Inagotable como tú mismo;
Aun
sabiendo que el mar era el único ser de la creación
digno de ti
Y tu cuerpo el único digno de su inhumana soberbia.
Era el atardecer.
Las aves del día
Huyeron ante el furtivo pensamiento de la sombra.
Los hombres descansaban en sus cabañas,
Entre
la mujer y los hijos,
Desnudos los pies bajo la luz funeral del acetileno,
Acechando el sueño en sus yacijas junto al mar;
Como
si no pudieran dormir lejos de lo que les hace
vivir
Y de lo que les hace morir.
Un gran silencio,
una gran calma
Daba con su presencia el mar;
Pero
también latía por el aire adormecido y fresco del
letal anochecer
Un miedo oscuro
A
no se sabe qué pálidos gigantes,
Dueños de grisáceas serpientes y negros
hipocampos,
Abriendo las sombrías aguas,
En
lucha sus miembros retorcidos con rebeldes potencias
animales del abismo.
Las barcas, como leves
espectros,
Surgían lentamente desde la arena soñolienta,
Voluptuosos cuerpos tibios,
Con la gracia del animal que sabe volver los ojos implorantes
Hacia las manos de su dueño, dispensadoras de protección
y de caricias,
Y piensa tristemente que se alejan sin poder retenerlas.
No a estas horas,
No a estas horas de tregua cobarde,
Al amanecer
es cuando debías ir hacia el mar, joven
marino,
Desnudo como una flor;
Y
entonces es cuando debías amarle, cuando el mar debía
poseerte,
Cuerpo a cuerpo,
Hasta confundir
su vida con la tuya
Y despertar en ti su inmenso amor
El breve espasmo de tu placer sometido,
Desposados el uno con el otro,
Vida con vida, muerte con muerte.
Y una vez, como rosa
dejada,
Flotó tu cuerpo, apenas deformado por las nupciales
caricias del mar,
Mas pálidos los labios, lo mismo que si hubieran dado
paso
A toda su pasión, el ave de la vida;
Igualmente
hermoso así, joven marino,
Desgarradoramente triste con tu belleza inhabitada,
Como cuando tornasolaba la vida tus miembros melodiosos.
Cambian las vidas,
pero la muerte es única.
Aún oigo aquella voz exangüe, que en su vago delirio
Llegó hasta mí, a través de las velas caídas en la arena,
como alas arrancadas;
Alguien que conocía tu ausencia, porque sus ojos te
vieron muerto, tal una
rosa abandonada sobre el mar,
Decía lentamente: “Era más ligero que el agua.”
Qué desiertos los
hombres,
Cómo chocan sin verse unos a otros sus frentes de vergüenza,
Y cuán dulce será rodar, igual que tú, del otro lado, en
el olvido.
Así tu muerte despierta en mí el deseo de la muerte,
Como tu vida despertaba en mí el deseo de la vida.
PRECIO DE
UN CUERPO
Cuando algún cuerpo
hermoso,
Como el tuyo, nos lleva
Tras
de sí, él mismo no comprende,
Sólo el amante y el amor lo saben.
(Amor, terror de soledad humana.)
Esta humillante servidumbre,
Necesidad de gastar la ternura
En un ser que llenamos
Con nuestro pensamiento,
Vivo de nuestra vida.
Él da el motivo,
Lo diste tú; porque tú existes
Afuera como sombra de algo,
Una sombra perfecta
Dc aquel afán, que es del amante,
mío.
Si yo te hablase
Cómo el amor depara
Su razón al vivir y su locura,
Tú no comprenderías.
Por eso nada digo.
La hermosura, inconsciente
De su propia celada, cobró la presa
Y sigue. Así,
por cada instante
De goce, el precio está pagado:
Este
infierno de angustia y de deseo.
BIRDS IN
THE NIGHT
El gobierno francés,
¿o fue el gobierno inglés?, puso
una lápida
En esa casa de 8 Great College Street, Camden Town,
Londres,
Adonde en una habitación Rimbaud
y Verlaine, rara
pareja,
Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron,
Durante
algunas breves semanas tormentosas.
Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y alcalde,
Todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y Rimbaud
cuando vivían.
La casa es triste
y pobre, como el barrio,
Con la tristeza sórdida que va con lo que es pobre,
No la tristeza funeral de lo que es rico sin espíritu.
Cuando
la tarde cae, como en el tiempo de ellos,
Sobre su acera, húmedo y gris
el aire, un organillo
Suena, y los vecinos, de vuelta del trabajo,
Bailan unos, los jóvenes, los otros van a la taberna.
Corta fue la amistad
singular de Verlaine el borracho
Y de Rimbaud
el golfo, querellándose largamente.
Mas podemos pensar que acaso un buen instante
Hubo para los dos, al menos si recordaba cada uno
Que
dejaron atrás la madre inaguantable y la aburrida
esposa.
Pero la libertad no es de este mundo, y los libertos,
En
ruptura con todo, tuvieron qut pagarla a precio alto.
Sí, estuvieron ahí,
la lápida lo dice, tras el muro,
Presos de su destino: la amistad imposible, la amargura
De la separación, el escándalo luego; y para éste
El
proceso, la cárcel por dos años, gracias a sus costumbres
Que sociedad y ley condenan,
hoy al menos; para aquél
a solas
Errar desde un rincón a otro de la tierra,
Huyendo a nuestro mundo y su
progreso renombrado.
El silencio del uno
y la locuacidad banal del otro
Se compensaron. Rimbaud rechazó
la mano que oprimía
Su vida; Verlaine la besa, aceptando
su castigo.
Uno arrastra en el cinto el oro que ha ganado; el otro
Lo malgasta en ajenjo y mujerzuelas. Pero ambos
En
entredicho siempre de las autoridades, de la gente
Que con trabajo ajeno se enriquece
y triunfa.
Entonces hasta la
negra prostituta tenía derecho de insultarles;
Hoy, como el tiempo ha pasado, como pasa
en el mundo,
Vida al margen de todo, sodomía, borrachera, versos
escarnecidos,
Ya no importan
en ellos, y Francia usa de ambos nombres
y ambas obras
Para mayor gloria de Francia y su arte lógico.
Sus
actos y sus pasos se investigan, dando al público
Detalles íntimos de sus vidas.
Nadie se asusta ahora, ni
protesta.
"¿Verlaine?
Vaya, amigo mío, un sátiro, un verdadero
sátiro.
Cuando de la mujer se trata; bien normal era el hombre,
Igual
que usted y que yo. ¿Rimbaud? Católico sincero,
como está demostrado."
Y se recitan trozos del “Barco Ebrio” y del
soneto a
las “Vocales”.
Mas de Verlaine no se recita nada, porque no está de
moda
Como el otro, del que se lanzan
textos falsos en edición
de lujo;
Poetas mozos de todos los países hablan mucho de él
en
sus provincias.
¿Oyen los muertos
lo que los vivos dicen luego de
ellos?
Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable
Para aquellos
que vivieron por la palabra y murieron
por ella,
Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio
allá no evita
Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela.
Tal
vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla.
LUIS DE
BAVIERA ESCUCHA LOHENGRIN
Sólo dos tonos rompen
la penumbra:
Destellar de algún oro y estridencia granate.
Al fondo luce la caverna mágica
Donde unas criaturas, ¿de qué naturaleza?,
pasan
Melodiosas, manando de sus voces música
Que
como fuente escondida, lenta fluye
O, crespa luego, su caudal agita
Estremeciendo el aire fulvo de la cueva
Y con iris perlado riela en notas.
Sombras la sala de
auditorio nulo.
En el palco real un elfo solo asiste
Al
festejo del cual razón parece dar y enigma:
Negro pelo, ojos sombríos que contemplan
La gruta luminosa, en pasmo friolento
Esculpido.
La pelliza de martas le agasaja
Abierta a una blancura, a seda que se anuda en lazo.
Los ojos entornados escuchan, beben la melodía
Como
una tierra seca absorbe el don del agua.
Asiste a doble fiesta:
una exterior, aquella
De que es testigo; otra interior allá en su mente,
Donde ambas se funden (como color y forma
Se
funden en un cuerpo), componen una misma delicia.
Así, razón y enigma, el poder
le permite
A solas escuchar las voces a su orden concertadas,
El brotar melodioso que le acuna y nutre
Los sueños, mientras la escena
desarrolla,
Ascua litúrgica, una amada leyenda.
Ni existe el mundo,
ni la presencia humana
Interrumpe el encanto de reinar en sueños.
Pero, mañana, chambelán, consejero, ministro,
Volverán con demandas estúpidas
al rey:
Que gobierne por fin, les oiga y les atienda.
¿Gobernar? ¿Quién gobierna en el mundo de los sueños?
¿Cuándo llegará el día en que
gobiernen los lacayos?
Se interpondrá un biombo, benéfico, entre el rey y sus
ministros.
Un
elfo corre libre los bosques, bebe el aire.
Esa es su vida, y
trata fielmente de vivirla:
Que le dejen vivirla. No en la ciudad, el nido
Ya está sobre las cimas nevadas de las sierras
Más
altas de su reino. Carretela, trineo,
Por las sendas; flotilla nívea, por los
ríos y lagos,
Le esperan siempre, prestos a levantarle
Adonde vive su reino verdadero, que no es de este mundo:
Donde el sueño le espera, donde
la soledad le aguarda.
Donde la soledad y el sueño le ciñen su única corona.
Mas la presencia humana
es a veces encanto,
Encanto imperioso que el rey mismo conoce
Y sufre con tormento inefable: el bisel de una boca,
Unos ojos
profundos, una piel soleada,
Gracia de un cuerpo joven. Él lo conoce,
Sí, lo ha conocido, y cuántas veces padecido,
El imperio que ejerce la criatura
joven,
Obrando sobre él, dejándole indefenso,
Ya no rey, sino siervo de la humana hermosura.
Flotando sobre música
el sueño ahora se encarna:
Mancebo todo blanco, rubio, hermoso, que llega
Hacia él y que es él mismo. ¿Magia o espejismo?
¿Es
posible a la música dar forma, ser forma de mortal alguno?
¿Cuál de los dos es él, o no
es él, acaso, ambos?
El rey no puede, ni aun pudiendo quiere dividirse a sí del
otro.
Sobre la música inclinado, como extraño contempla
Con emoción gemela su imagen
desdoblada
Y en éxtasis de amor y melodía queda suspenso.
Él es el otro, desconocido
hermano cuyo existir jamás creyera
Ver algún día. Ahora ahí está y en él ya ama
Aquello que en él mismo pretendieron amar otros.
Con
su canto le llama y le seduce. Pero, ¿puede
Consigo mismo unirse? Teme que, si respira,
el sueño escape.
Luego un terror le invade: ¿no muere aquel que ve a su doble?
La fuerza del amor, bien despierto ya en él, alza su escudo
Contra todo temor, debilidad, desconfianza.
Como Elsa, ama, mas
sin saber a quién. Sólo sabe que ama.
En el canto, palabra
y movimiento de los labios
Del otro le habla también el canto, palabra y movimiento
Que a brotar de sus labios al mismo tiempo iban,
Saludando
al hermano nacido de su sueño, nutrido por su sueño.
Mas no, no es eso: es la música
quien nutriera a su sueño, le dio forma.
Su sangre se apresura en sus venas, al
tiempo apresurando:
El pasado, tan breve, revive en el presente,
Con luz de dioses su presente ilumina al futuro.
Todo,
todo ha de ser como su sueño le presagia.
En el vivir del otro
el suyo certidumbre encuentra.
Sólo el amor depara al rey razón para
estar vivo,
Olvido a su impotencia, saciedad al deseo
Vago y disperso que tanto tiempo le aquejara.
Se inclina y se contempla en
la corriente
Melodiosa e, imagen ajenada, su remedio
espera
Al trastorno profundo que dentro de sí siente.
¿No le basta que exista, fuera de él, lo amado?
Contemplar a lo hermoso, ¿no
es respuesta bastante?
Los dioses escucharon,
y su deseo satisfacen
(Que los dioses castigan concediendo a los hombres
Lo que estos les piden), y el destino del rey,
Desearse
a sí mismo, le transforma,
Como en flor, en cosa hermosa, inerme, inoperante,
Hasta acabar su vida gobernado por lacayos,
Pero
teniendo en ellos, al morir, la venganza de un rey.
Las sombras de sus sueños para
el eran la verdad de la vida.
No fue de nadie, ni a nadie pudo llamar suyo.
Ahora el rey está
ahí, en su palco, y solitario escucha,
Joven y hermoso, como dios nimbado
Por esa gracia pura e intocable del mancebo,
Existiendo
en el sueño imposible de una vida
Que queda sólo en música y que es como música,
Fundido con el mito al contemplarlo, forma ya de ese mito
De
pureza rebelde que tierra apenas toca,
Del éter huésped desterrado. La melodía
le ayuda a conocerse,
A enamorarse de lo que él mismo es. Y para siempre
en la música vive.
A LAS ESTATUAS
DE LOS DIOSES
Hermosas y vencidas
soñáis,
Vueltos los ciegos ojos hacia el cielo,
Mirando
las remotas edades
De titánicos hombres,
Cuyo
amor os daba ligeras guirnaldas
Y la olorosa llama se alzaba
Hacia
la luz divina, su hermana celeste.
Reflejo de vuestra
verdad, las criaturas
Adictas y libres como el agua iban;
Aún no había mordido la brillante maldad
Sus cuerpos llenos de majestad
y gracia.
En vosotros creían y vosotros existíais;
La vida no era un delirio sombrío.
La miseria y la muerte
futuras,
No pensadas aún, en vuestras manos
Bajo
un inofensivo sueño adormecían
Sus venenosas flores bellas,
Y
una y otra vez el mismo amor tornaba
Al pecho de los hombres,
Como ave fiel que vuelve al nido
Cuando el día, entre las altas ramas,
Con apacible risa va entornando los ojos.
Eran tiempos heroicos
y frágiles,
Deshechos con vuestro poder como un sueño feliz.
PROSAS
EL AMANTE
La noche de agosto confundía el mar y el cielo negros en una misma vastedad, de la que se apartaba, tal el principio de un
mundo increado, la línea grisácea de la playa. Por ella, desnudo bajo el ropaje blanco, andaba yo a solas, aunque los amigos,
nadando mar adentro, me llamaban para que les siguiese. Y entre todas sus voces, yo distinguía una fresca y pura.
El mar guardaba aún en su seno el calor del día, exhalándolo en
un aliento cálido y amargo que iba a perderse por el aire nocturno. Entre la sombra de la playa anduve largo rato, lleno de
dicha, de embriaguez, de vida. Pero nunca diré por qué. Es locura querer expresar lo inexpresable. ¿Puede decirse con palabras
lo que es le llama y su divino ardor a quien no la ve ni la siente?
Al fin me lancé al agua, que apenas agitada por el oleaje, con movimiento tranquilo me fue llevando mar adentro. Vi
a lo lejos la línea grisásea de la playa, y en ella la mancha blanca de mis ropas caídas. Cuando
ellos volvieron, llamando mi nombre entre la noche, buscándome junto a la envoltura, inerte como cuerpo vacío, yo les contemplaba
invisible en la oscuridad, tal desde otro mundo y otra vida pudiéramos contemplar, ya sin nosotros, el lugar y los cuerpos
que amábamos.
BELLEZA
OCULTA
Pisaba Albanio ya el umbral de la adolescencia, e iba a dejar la casa donde había nacido, y hasta
entonces vivido, por otra en las afueras da la ciudad. Era una tarde de marzo tibia y luminosa, visible
ya la primavera en aroma, en halo, en inspiración, por el aire de aquel campo entonces casi solitario.
Estaba en la habitación aun vacía que había de ser la suya en la casa nueva, y a través de
la ventana abierta las ráfagas de la brisa le traían el olor juvenil y puro de la naturaleza, enardeciendo la luz verde y
áurea, acrecentando la fuerza de la tarde. Apoyado sobre el quicio de la ventana, nostálgico sin saber de qué, miró al campo
largo rato.
Como en una intuición, más que en una percepción,
por primera vez en su vida adivinó la hermosura de todo aquello que sus ojos contemplaban. Y con la visión de esa hermosura
oculta se deslizaba agudamente en su alma, clavándose en ella, un sentimiento de soledad hasta entonces para él desconocido.
El peso del tesoro que la naturaleza le confiaba era demasiado para
su solo espirítu aún infantil, porque aquella riqueza parecía infundir en él una responsabilidad
y un deber, y le asaltó el deseo de aliviarla con la comunicacion de los otros. Mas luego un pudor
extraño lo retuvo, sellando sus labios, como si el precio de aquel don fuera la melancolía y aislamiento que lo acompañaban,
condenándole a gozar y a sufrir en silencio la amarga y divina embriaguez, incomunicable e inefable, que ahogaba su pecho
y nublaba sus ojos de lágrimas.
EL POETA
Aun sería Albanio muy niño cuando leyó a Bécquer por vez primera. Eran unos volúmenes de encuadernación
azul con arabescos de oro, y entre las hojas de color amarillento alguien guardó fotografías de catedrales viejas y arruinados
castillos. Se los habían dejado a las hermanas de Albanio sus primas, porque en tales días se hablaba
mucho y vago sobre Bécquer, al traer desde Madrid sus restos para darles sepultura pomposamente en la capilla de la universidad.
Entre las páginas más densas de prosa, al hojear aquellos libros,
halló otras claras, con unas cortas líneas de leve cadencia. No alcanzó entonces (aunque no por ser un niño, ya que la mayoría
de los hombres crecidos tampoco alcanzan esto) la desdichada historia humana que rescata la palabra pura de un poeta. Mas al leer sin comprender, como el niño y como muchos hombres, se contagió de algo distinto y misterioso,
algo que luego, al releer otras veces al poeta, despertó en él tal el recuerdo de una vida anterior, vago e insistente, ahogado
en abandono y nostalgia.
Años más tarde, capaz ya claramente,
para su desdicha, de admiración, de amor y de poesía, entró muchas veces Albanio en la capilla de
la universidad, parándose en un rincón, donde bajo dosel de piedra un ángel sostiene en su mano un libro mientras lleva la
otra a los labios, alzado un dedo, imponiendo silencio. Aunque sabía que Béequer no estaba allí,
sino abajo, en la cripta de la capilla, solo, tal siempre se hallan los vivos y los muertos, durante largo rato contemplaba
Albanio aquella imagen, como si no bastándole su elocuencia silenciosa necesitara escuchar, desvelado
en sonido, el mensaje de aquellos labios de piedra. Y quienes respondían a su interrogación eran las voces jóvenes, las risas
vivas de los estudiantes, que a través de los gruesos muros hasta él llegaban rlesde el patio salcedo.
Allá adentro todo era ya indiferencia y olvido.
EL PLACER
En las noches de primavera, alta ya la madrugada, venía a través del campo, desde Eritaña, el son
de un organillo. La tonada efímera, en el silencio y la calma de la noche, adquiría voz, y hablaba de quienes a esa hora,
en vez de dormir, vivían, velando para el placer de un momento. Yo les veía, ellos y ellas, un poco bebidos, serios, la mirada
fija y vaga a un tiempo, enlazados como si siguieran el ritmo del espasmo más que el del baile, las manos acariciando enajenadas
el hermoso cuerpo humano, triunfante un día para hundirse luego en la muerte. Y el grito ronco y agudo de algún pavo real,
insomne por las alamedas del parque, rompía la cadencia de la musiquilla como una burla de mi anhelo loco y triste.
Niño aún, mi deseo no tenía forma, y el afán que lo despertaba en
nada podía concretarse; y yo pensaba envidioso en aquellos hombres anónimos que a esa hora le divertían, groseramente quizá,
mas que eran superiores a mí por el conocimiento del placer, del que yo sólo tenía el deseo. Y me preguntaba si eran dignos
de ese conocimiento, si yo sería digno de tenerlo un día, lo mismo que tal o cual criatura perfecta de gracia animal, apenas
por mí entrevista en la revuelta de una calle, cuyo recuerdo súbito se alumbraba entonces en mi memoria.
A través de las ramas de acacia en flor, por el aire tibio de la noche de mayo, desde el jardín
de la venta, la musiquilla venía insistente. No era la voz de la melodía inmortal, que nos persuade de que en nosotros, como
en ella, algo no ha de pasar; ésta, frigia y deleznable, hablaba a nuestra duda, incitándonos a gozar, con acento que la noche
y la ocasión tornaban dramático, como la voz que a través de un ridículo antifaz nos advierte, seria, honda, apasionada.
EL MAGNOLIO
Se entraba a la calle por un arco. Era estrecha, tanto que quien iba por en medio de ella, al extender a los lados sus brazos,
podía tocar ambos muros. Luego, tras una cancela, iba sesgada a perderse en el dédalo de otras callejas y plazoletas
que componían aquel barrio antiguo. Al fondo de la calle sólo había una puertecilla
siempre cerrada, y parecía como si la única salida fuera por encima de las casas, hacia el cielo de un ardiente azul.
En un recodo de la calle estaba el balcón, al que se podía trepar,
sin esfuerzo casi, desde el suelo; y al lado suyo, sobre las tapias del jardín, brotaba cubriéndolo todo con sus ramas el
inmenso magnolio. Entre las hojas brillantes y agudas se posaban en primavera, con ese sutil misterio de lo virgen, los copos
nevados de sus flores.
Aquel magnolio fue siempre para
mí algo más que una hermosa realidad: en él se cifraba la imagen de la vida. Aunque a veces la deseara de otro modo, más libre,
más en la corriente de los seres y de las cosas, yo sabía que era precisamente aquel apartado vivir del árbol, aquel florecer
sin testigos, quienes daban a la hermosura tan alta calidad. Su propio ardor lo consumía, y brotaba en la soledad unas puras
flores, como sacrificio inaceptado ante el altar de un dios.
EL ENAMORADO
Estabas en el teatro de verano, donde la noche y las estrellas era lo que sobre sus cabezas veían aquellas criaturas allí
congregadas, anulando con un misterio más real, una vastedad más dramática, el acontecer trivial de la escena. Sentado entre
los suyos, como tú entre los tuyos, no lejos de ti le descubriste, para suscitar con su presencia, desde el fondo de tu ser,
esa atracción ineludible, gozosa y dolorosa, por la cual el hombre, identificado más que nunca consigo mismo, deja también
de pertenecerse a sí mismo.
Un pudor extraño, defensa quizá
de la personalidad a riesgo de enajenarse, tiraba hacia dentro de ti, mientras una simpatía instintiva tiraba hacia fuera
de ti, hacia aquella criatura con la que no sabías cómo deseabas confundirte. Animada por los ojos oscuros, coronada por una
lisa cabellera, qué encanto hallabas en aquella faz, irguiéndose sobre el cuello tal sobre un tallo, con presunción graciosa
e inconsciente.
No fue esa la primera vez que te enamoraste,
aunque sí fue acaso la primera en que el sentimiento, todavía sin nombre, urgió sobre tu conciencia. Luego tu sentimiento
se olvidó, lejos la causa de él, como se olvida un despertar breve del amanecer cuando la luz apenas despunta y el cuerpo
cae de nuevo en la ignorancia del sueño. Ni pensaste que podías no verle más, inapercibido ante la premura del tiempo, tan
temprano aún, que apenas si en la vida nos permite espacio para la ternura de que seríamos capaces.
*
Aquella noche prendió en ti solo una chispa del fuego en el cual más tarde debías consumirte, para renacer igual que el fénix.
Mas a su fulgor entreviste ya la hermosura del cuerpo juvenil, casi sin saber desearlo todavía, al que ninguna flor equivale
en matiz, en contorno, en gracia, siendo además, o pareciendo, capaz de respuesta ante la admiración apasionada de un amante.
Otros podrán hablar de cómo se marchita y decae la hermosura corporal,
pero tú sólo deseas recordar su esplendor primero, y no obstante la melancolía con que acaba, nunca quedará por ella oscurecido
su momento. Algunos creyeron que la hermosura, por serlo, es eterna (Como dal fuoco
il caldo, esser diviso - Non può’l
bel dall’eterno), y aun cuando no lo sea, tal en una corriente
el remanso nutrido por idéntica agua fugitiva, ella y su contemplación son lo único que parece arrancarnos al tiempo durante
un instante desmesurado.
Enter content here