EL DESCONTENTO Y LA PROMESA
"Haré grandes cosas: lo que son no lo sé." Las palabras del rey loco son el mote que inscribimos, desde hace cien años,
en nuestras banderas de revolución espiritual. ¿Venceremos el descontento que provoca tantas rebeliones sucesivas? ¿Cumpliremos
la ambiciosa promesa?
Apenas salimos de la espesa nube colonial al sol quemante de la independencia,
sacudimos el espíritu de timidez y declaramos señorío sobre el futuro. Mundo virgen, libertad recién nacida, repúblicas en
fermento, ardorosamente consagradas a la inmortal utopía: aquí habían de crearse nuevas artes, poesía nueva. Nuestras tierras,
nuestra vida libre, pedían su expresión.
LA INDEPENDENCIA
LITERARIA
En 1823, antes de las jornadas de Junín y Ayacucho, inconclusa todavía
la independencia política, Andrés Bello proclamaba la independencia espiritual: la primera de sus Silvas americanas es
una alocución a la poesía, "maestra de los pueblos y los reyes", para que abandone a Europa luz y miseria y busque en
esta orilla del Atlántico el aire salubre de que gusta su nativa rustiquez. La forma es clásica; la intención es revolucionaria.
Con la Alocución, simbólicamente, iba a encabezar Juan María Gutiérrez nuestra primera grande antología, la América
poética, de 1846. La segunda de las Silvas de Bello, tres años posterior, al cantar la agricultura de la zona tórrida,
mientras escuda tras las pacíficas sombras imperiales de Horacio y de Virgilio el "retorno a la naturaleza", arma de los revolucionarios
del siglo XVIII, esboza todo el programa "siglo XIX" del engrandecimiento material, con la cultura como ejercicio y corona.
Y no es aquel patriarca, creador de la civilización, el único que se enciende en espíritu de iniciación y profecía: la hoguera
anunciadora salta, como la de Agamenón, de cumbre en cumbre, y arde en el campo de victoria de Olmedo, en los gritos insurrectos
de Heredia, en las novelas y las campañas humanitarias y democráticas de Fernández de Lizardi, hasta en los cielitos y
en los diálogos gauchescos de Bartolomé Hidalgo.
A los pocos años surge otra nueva generación, olvidadiza y descontenta.
En Europa, oíamos decir, o en persona lo veíamos, el romanticismo despertaba las voces de los pueblos. Nos parecieron absurdos
nuestros padres al cantar en odas clásicas la romántica aventura de nuestra independencia. El romanticismo nos abriría el
camino de la verdad, nos enseñaría a completarnos. Así lo pensaba Esteban Echeverría, escaso artista, salvo en uno que otro
paisaje de líneas rectas y masas escuetas, pero claro teorizante. "El espíritu del siglodecíalleva hoy a las naciones a emanciparse,
a gozar de independencia, no sólo política, sino filosófica y literaria". Y entre los jóvenes a quienes arrastró consigo,
en aquella generación argentina que fue voz continental, se hablaba siempre de ''ciudadanía en arte como en política" y de
"literatura que llevara los colores nacionales".
Nuestra literatura absorbió ávidamente agua de todos los ríos nativos:
la naturaleza; la vida del campo, sedentaria y nómada; la tradición indígena; los recuerdos de la época colonial; las hazañas
de los libertadores; la agitación política del momento... La inundación romántica duró mucho, demasiado; como bajo pretexto
de inspiración y espontaneidad protegió la pereza, ahogó muchos gérmenes que esperaba nutrir... Cuando las aguas comenzaron
a bajar, no a los cuarenta días bíblicos, sino a los cuarenta años, dejaron tras sí tremendos herbazales, raros arbustos y
dos copudos árboles, resistentes como ombúes: el Facundo y el Martín Fierro.
El descontento provoca al fin la insurrección necesaria: la generación
que escandalizó al vulgo bajo el modesto nombre de modernista se alza contra la pereza romántica y se impone severas
y delicadas disciplinas. Toma sus ejemplos en Europa, pero piensa en América. "Es como una familia (decía uno de ella, el
fascinador, el deslumbrante Martí). Principió por el rebusco imitado y está en la elegancia suelta y concisa y en la expresión
artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo." ¡E1 juicio criollo! O bien:
"A esa literatura se ha de ir: a la que ensancha y revela, a la que saca de la corteza ensangrentada el almendro sano y jugoso,
a la que rebustece y levanta el corazón de América." Rubén Darío, si en las palabras liminares de Prosas profanas detestaba
"la vida y el tiempo en que le tocó nacer", paralelamente fundaba la Revista de América, cuyo nombre es programa, y
con el tiempo se convertía en el autor del yambo contra Roosevelt, del Canto a la Argentina y del Viaje a Nicaragua.
Y Rodó, el comentador entusiasta de Prosas profanas, es quien luego declara, estudiando a Montalvo, que "sólo han
sido grandes en América aquellos que han desenvuelto por la palabra o por la acción un sentimiento americano".
Ahora, treinta años después hay de nuevo en la América española juventudes
inquietas, que se irritan contra sus mayores y ofrecen trabajar seriamente en busca de nuestra expresión genuina.
TRADICION
Y REBELION
Los inquietos de ahora se quejan de que los antepasados hayan vivido
atentos a Europa, nutriéndose de imitación, sin ojos para el mundo que los rodeaba: olvidan que en cada generación se renuevan,
desde hace cien años, el descontento y la promesa. Existieron, sí, existen todavía, los europeizantes, los que llegan a abandonar
el español para escribir en francés, o, por lo menos, escribiendo en nuestro propio idioma ajustan a moldes franceses su estilo
y hasta piden a Francia sus ideas y sus asuntos. O los hispanizantes, enfermos de locura gramatical, hipnotizados por toda
cosa de España que no haya sido trasplantada a estos suelos.
Pero atrevámonos a dudar de todo. ¿Estos crímenes son realmente insólitos
e imperdonables? ¿El criollismo cerrado, el afán nacionalista, el multiforme delirio en que coinciden hombres y mujeres hasta
de bandos enemigos, es la única salud? Nuestra preocupación es de especie nueva. Rara vez la conocieron, por ejemplo, los
romanos: para ellos, las artes, las letras, la filosofía de los griegos eran la norma; a la norma sacrificaron, sin temblor
ni queja, cualquier tradición nativa. E1 carmen saturnium, su "versada criolla", tuvo que ceder el puesto al verso
de pies cuantitativos; los brotes autóctonos de diversión teatral quedaban aplastados bajo las ruedas del carro que traía
de casa ajena la carga de argumentos y formas; hasta la leyenda nacional se retocaba, en la epopeya aristocrática para enlazarla
con Ilión; y si pocos escritores se atrevían a cambiar de idioma (a pesar del ejemplo imperial de Marco Aurelio, cuya prosa
griega no es mejor que la francesa de nuestros amigos de hoy), el viaje a Atenas, a la desmedrada Atenas de los tiempos de
Augusto, tuvo el carácter ritual de nuestros viajes a París, y el acontecimiento se celebraba, como ahora, con el obligado
banquete, con odas de despedida como la de Horacio a la nave en que se embarcó Virgilio. El alma romana halló expresión en
la literatura, pero bajo preceptos extraños, bajo la imitación, erigida en método de aprendizaje.
Ni tampoco la Edad Media vio con vergüenza las imitaciones. Al contrario:
todos los pueblos, a pesar de sus características imborrables, aspiraban a aprender y aplicar las normas que daba la Francia
del Norte para la canción de gesta, las leyes del trovar que dictaba Provenza para la poesía lírica; y unos cuantos temas
iban y venían de reino en reino, de gente en gente: proezas carolingias, historias célticas de amor y de encantamiento, fantásticas
tergiversaciones de la guerra de Troya y las conquistas de Alejandro, cuentos del zorro, danzas macabras, misterios de Navidad
y de Pasión, farsas de carnaval... Aun el idioma se acogía, temporal y parcialmente, con la moda literaria: el provenzal,
en todo el Mediterráneo latino; el francés, en Italia, con el cantar épico; el gallego, en Castilla, con el cantar lírico.
Se peleaba, sí, en favor del idioma propio, pero contra el latín moribundo, atrincherado en la Universidad y en la Iglesia,
sin sangre de vida real, sin el prestigio de las Cortes o de las fiestas populares. Como excepción, la Inglaterra del siglo
XIV echa abajo el frondoso árbol francés plantado allí por el conquistador del XI.
¿Y el Renacimiento? El esfuerzo renaciente se consagra a buscar, no la
expresión característica, nacional ni regional, sino la expresión del arquetipo, la norma universal y perfecta. En descubrirla
y definirla concentran sus empeños Italia y Francia, apoyándose en el estudio de Grecia y Roma, arca de todos los secretos.
Francia llevó a su desarrollo máximo este imperialismo de los paradigmas espirituales. Así, Inglaterra y España poseyeron
sistemas propios de arte dramático, el de Shakespeare, el de Lope (improvisador genial, pero débil de conciencia artística,
hasta pedir excusas por escribir a gusto de sus compatriotas); pero en el siglo XVIII iban plegándose a las imposiciones de
París: la expresión del espíritu nacional sólo podía alcanzarse a través de fórmulas internacionales.
Sobrevino al fin la rebelión que asaltó y echó a tierra el imperio clásico,
culminando en batalla de las naciones, que se peleó en todos los frentes, desde Rusia hasta Noruega y desde Irlanda hasta
Cataluña. E1 problema de la expresión genuina de cada pueblo está en la esencia de la revolución romántica, junto con la negación
de los fundamentos de toda doctrina retórica, de toda fe en "las reglas del arte" como la clave de la creación estética. Y,
de generación en generación, cada pueblo afila y aguza sus teorías nacionalistas, justamente en la medida en que la ciencia
y la máquina multiplican las uniformidades del mundo. A cada concesión práctica va unida una rebelión ideal.
EL PROBLEMA
DEL IDIOMA
Nuestra inquietud se explica. Contagiados, espoleados, padecemos aquí
en América urgencia romántica de expresión. Nos sobrecogen temores súbitos: queremos decir nuestra palabra antes de que nos
sepulte no sabemos qué inminente diluvio.
En todas las artes se plantea el problema. Pero en literatura es doblemente
complejo. El músico podría, en rigor sumo, si cree encontrar en eso la garantía de originalidad, renunciar al lenguaje tonal
de Europa: al hijo de pueblos donde subsiste el indiocomo en el Perú y Boliviase le ofrece el arcaico pero inmarcesible sistema
nativo, que ya desde su escala pentatónica se aparta del europeo. Y el hombre de países donde prevalece el espíritu criollo
es dueño de preciosos materiales, aunque no estrictamente autóctonos: música traída de Europa o de Africa, pero impregnadas
del sabor de las nuevas tierras y de la nueva vida, que se filtra en el ritmo y el dibujo melódico.
Y en artes plásticas cabe renunciar a Europa, como en el sistema mexicano
de Adolfo Best, construido sobre los siete elementos lineales del dibujo azteca, con franca aceptación de sus limitaciones.
O cuando menos, si sentimos excesiva tanta renuncia, hay sugestiones de muy varia especie en la obra del indígena, en la del
criollo de tiempos coloniales que hizo suya la técnica europea (así, con esplendor de dominio, en la arquitectura), en la
popular de nuestros días, hasta en la piedra y la madera y la fibra y el tinte que dan las tierras natales.
De todos modos, en música y en artes plásticas es clara la partición
de caminos: o el europeo, o el indígena, o en todo caso el camino criollo indeciso todavía y trabajoso. El indígena representa
quizás empobrecimiento y limitación, y para muchos, a cuyas ciudades nunca llega el antiguo señor del terruño, resulta camino
exótico: paradoja típicamente nuestra. Pero, extraños o familiares, lejanos o cercanos, el lenguaje tonal y el lenguaje plástico
de abolengo indígena son inteligibles.
En literatura, el problema es complejo, es doble: el poeta, el escritor,
se expresan en idioma recibido de España. Al hombre de Cataluña o de Galicia le basta escribir su lengua vernácula para realizar
la ilusión de sentirse distinto del castellano. Para nosotros esta ilusión es fruto vedado o inaccesible. ¿Volver a las lenguas
indígenas? El hombre de letras, generalmente, las ignora, y la dura tarea de estudiarlas y escribir en ellas lo llevaría a
la consecuencia final de ser entendido entre muy pocos, a la reducción inmediata de su público. Hubo, después de la conquista,
y aún se componen, versos y prosas en lengua indígena, porque todavía existen enormes y difusas poblaciones aborígenes que
hablan cien si no más idiomas nativos; pero raras veces se anima esa literatura con propósitos lúcidos de persistencia y oposición.
¿Crear idiomas propios, hijos y sucesores del castellano? Existió hasta años atrás grave temor de unos y esperanza loca de
otros la idea de que íbamos embarcados en la aleatoria tentativa de crear idiomas criollos. La nube se ha disipado bajo la
presión unificadora de las relaciones constantes entre los pueblos hispánicos. La tentativa, suponiéndola posible, habría
demandado siglos de cavar foso tras foso entre el idioma de Castilla y los germinantes en América, resignándonos con heroísmo
franciscano a una rastrera, empobrecida expresión dialectal mientras no apareciera el Dante creador de alas y de garras. Observemos,
de paso, que el habla gauchesca del Río de la Plata, substancia principal de aquella disipada nube, no lleva en sí diversidad
suficiente para erigirla siquiera en dialecto como el de León o el de Aragón: su leve matiz la aleja demasiado poco de Castilla,
y el Martín Fierro y el Fausto no son ramas que disten del tronco lingüístico más que las coplas murcianas o
andaluzas.
No hemos renunciado a escribir en español, y nuestro problema de la expresión
original y propia comienza ahí. Cada idioma es una cristalización de modos de pensar y de sentir, y cuanto en él se escribe
se baña en el color de su cristal. Nuestra expresión necesitará doble vigor para imponer su tonalidad sobre el rojo y el gualda.
LAS FÓRMULAS
DEL AMERICANISMO
Examinemos las principales soluciones propuestas y ensayadas para el
problema de nuestra expresión en literatura. Y no se me tache prematuramente de optimista cándido porque vaya dándoles aprobación
provisional a todas: al final se verá el porqué.
Ante todo, la naturaleza. La literatura descriptiva habrá de ser, pensamos
durante largo tiempo, la vez del Nuevo Mundo. Ahora no goza de favor la idea: hemos abusado en la aplicación; hay en nuestra
poesía romántica tantos paisajes como en nuestra pintura impresionista. La tarea de describir, que nació del entusiasmo, degeneró
en hábito mecánico. Pero ella ha educado nuestros ojos: del cuadro convencional de los primeros escritores coloniales, en
quienes sólo de raro en raro asomaba la faz genuina de la tierra, como en las serranías peruanas del Inca Garcilaso, pasamos
poco a poco, y finalmente llegamos, con ayuda de Alexander von Humboldt y de Chateaubriand, a la directa visión de la naturaleza.
De mucha olvidada literatura del siglo XIX sería justicia y deleite arrancar una vivaz colección de paisajes y miniaturas
de fauna y flora. Basta detenernos a recordar para comprender, tal vez con sorpresa, cómo hemos conquistado, trecho a trecho,
los elementos pictóricos de nuestra pareja de continentes y hasta el aroma espiritual que se exhala de ellos: la colosal montaña;
las vastas altiplanicies de aire fino y luz tranquila donde todo perfil se recorta agudamente; las tierras cálidas del trópico,
con sus marañas de selvas, su mar que asorda y su luz que emborracha; la pampa profunda; el desierto "inexorable y hosco".
Nuestra atención al paisaje engendra preferencias que hallan palabras vehementes: tenemos partidarios de la llanura y partidarios
de la montaña. Y mientras aquéllos, acostumbrados a que los ojos no tropiecen con otro límite que el horizonte, se sienten
oprimidos por la vecindad de las alturas, como Miguel Cané en Venezuela y Colombia, los otros se quejan del paisaje "demasiado
llano", como el personaje de la Xaimaca de Güiraldes, o bien, con voluntad de amarlo, vencen la inicial impresión de
monotonía y desamparo y cuentan cómo, después de largo rato de recorrer la pampa, ya no la vemos: vemos otra pampa que se
nos ha hecho en el espíritu (Gabriela Mistral). O acerquémonos al espectáculo de la zona tórrida: para el nativo es rico en
luz, calor y color, pero lánguido y lleno de molicie; todo se le deslíe en largas contemplaciones, en plásticas sabrosas,
en danzas lentas:
y en las ardientes noches
del estío la bandola y el canto prolongado que une su estrofa al murmurar del río. . .
Pero el hombre de climas templados ve el trópico bajo deslumbramiento
agobiador: así lo vio Mármol en el Brasil, en aquellos versos célebres, mitad ripio, mitad hallazgo de cosa vivida; así lo
vio Sarmiento en aquel breve y total apunte de Río de Janeiro: "Los insectos son carbunclos o rubíes, las mariposas plumillas
de oro flotantes, pintadas las aves, que engalanan penachos y decoraciones fantásticas, verde esmeralda la vegetación, embalsamadas
y púrpuras las flores, tangible la luz del cielo, azul cobalto el aire, doradas a fuego las nubes, roja la tierra y las arenas
entremezcladas de diamantes y de topacios".
A la naturaleza sumamos el primitivo habitante. ¡Ir al indio! Programa
que nace y renace en cada generación, bajo muchedumbre de formas en todas las artes. En literatura, nuestra interpretación
del indígena ha sido irregular y caprichosa. Poco hemos agregado a aquella fuerte visión de los conquistadores como Hernán
Cortés, Ercilla, Cieza de León, y de los misioneros como fray Bartolomé de las Casas. Ellos acertaron a definir dos tipos
ejemplares, que Europa acogió e incorporó a su repertorio de figuras humanas: el "indio hábil y discreto", educado en complejas
y exquisitas civilizaciones propias, singularmente dotado para las artes y las industrias, y el "salvaje virtuoso", que carece
de civilización mecánica, pero vive en orden, justicia y bondad, personaje que tanto sirvió a los pensadores europeos para
crear la imagen del hipotético hombre del "estado de naturaleza" anterior al contrato social. En nuestros cien años de independencia,
la romántica pereza nos ha impedido dedicar mucha atención a aquellos magníficos imperios cuya interpretación literaria exigiría
previos estudios arqueológicos; la falta de simpatía humana nos ha estorbado para acercarnos al superviviente de hoy, antes
de los años últimos, excepto en casos como el memorable de los Indios ranqueles; y al fin, aparte del libro impar y
delicioso de Mansilla, las mejores obras de asunto indígena se han escrito en países como Santo Domingo y el Uruguay, donde
el aborigen de raza pura persiste apenas en rincones lejanos y se ha diluido en recuerdo sentimental. "El espíritu de los
hombres flota sobre la tierra en que vivieron, y se le respira", decía Martí.
Tras el indio, el criollo. El movimiento criollista ha existido en toda
la América española con intermitencias, y ha aspirado a recoger las manifestaciones de la vida popular, urbana y campestre,
con natural preferencia por el campo. Sus límites son vagos: en la pampa argentina, el criollo se oponía al indio, enemigo
tradicional, mientras en México, en la América Central, en toda la región de los Andes y su vertiente del Pacífico, no siempre
existe frontera perceptible entre las costumbres de carácter criollo y las de carácter indígena. Así mezcladas las reflejan
en la literatura mexicana los romances de Guillermo Prieto y el Periquillo de Lizardi, despertar de la novela en nuestra
América, a la vez que despedida de la picaresca española. No hay país donde la existencia criolla no inspire cuadros de color
peculiar. Entre todas, la literatura argentina, tanto en el idioma culto como en el campesino, ha sabido apoderarse de la
vida del gaucho en visión honda como la pampa. Facundo Quiroga, Martín Fierro, Santos Vega, son figuras definitivamente plantadas
dentro del horizonte ideal de nuestros pueblos. Y no creo en la realidad de la querella de Fierro contra Quiroga. Sarmiento,
como civilizador, urgido de acción, atenaceado por la prisa, escogió para el futuro de su patria el atajo europeo y norteamericano
en vez del sendero criollo, informe todavía, largo, lento, interminable tal vez, o desembocado en callejón sin salida; pero
nadie sintió mejor que él los soberbios ímpetus, la acre originalidad de la barbarie que aspiraba a destruir. En tales oposiciones
y en tales decisiones está el Sarmiento aquilino: la mano inflexible escoge; el espíritu amplio se abre a todos los vientos
¿Quién comprendió mejor que él a España, la España cuyas malas herencias quiso arrojar al fuego, la que visitó "con el santo
propósito de levantarle el proceso verbal", pero que a ratos le hacía agitarse en ráfagas de simpatía? ¿Quién anotó mejor
que él las limitaciones de los Estados Unidos, de esos Estados Unidos cuya perseverancia constructora exaltó a modelo ejemplar?
Existe otro americanismo, que evita al indígena, y evita el criollismo
pintoresco, y evita el puente intermedio de la era colonial, lugar de cita para muchos antes y después de Ricardo Palma: su
precepto único es ceñirse siempre al Nuevo Mundo en los temas, así en la poesía como en la novela y el drama, así en la crítica
como en la historia. Y para mí, dentro de esa fórmula sencilla como dentro de las anteriores, hemos alcanzado, en momentos
felices, la expresión vívida que perseguimos. En momentos felices, recordémoslo.
EL AFÁN
EUROPEIZANTE
Volvamos ahora la mirada hacia los europeizantes, hacia los que, descontentos
de todo americanismo con aspiraciones de sabor autóctono, descontentos hasta de nuestra naturaleza, nos prometen la salud
espiritual si mantenemos recio y firme el lazo que nos ata a la cultura europea. Creen que nuestra función no será crear,
comenzando desde los principios, yendo a la raíz de las cosas, sino continuar, proseguir, desarrollar sin romper tradiciones
ni enlaces.
Y conocemos los ejemplos que invocarían, los ejemplos mismos que nos
sirvieron para rastrear el origen de nuestra rebelión nacionalista: Roma, la Edad Media, el Renacimiento, la hegemonía francesa
del siglo XVIII . . . Detengámonos nuevamente ante ellos. ¿No tendrán razón los arquetipos clásicos contra la libertad romántica
de que usamos y abusamos? ¿No estará el secreto único de la perfección en atenernos a la línea ideal, que sigue desde sus
remotos orígenes la cultura de Occidente? Al criollista que se defienda acaso la única vez en su vida con el ejemplo de Grecia,
será fácil demostrarle que el milagro griego, si más solitario, más original que las creaciones de sus sucesores, recogía
vetustas herencias: ni los griegos vienen de la nada; Grecia, madre de tantas invenciones, aprovechó el trabajo ajeno, retocando
y perfeccionando, pero, en su opinión, tratando de acercarse a los cánones, a los paradigmas que otros pueblos, antecesores
suyos o contemporáneos, buscaron con intuición confusa.
Todo aislamiento es ilusorio. La historia de la organización espiritual
de nuestra América, después de la emancipación política, nos dirá que nuestros propios orientadores fueron, en momento oportuno,
europeizantes: Andrés Bello, que desde Londres lanzó la declaración de nuestra independencia literaria, fue motejado de europeizante
por los proscriptos argentinos veinte años después, cuando organizaba la cultura chilena; y los más violentos censores de
Bello, de regreso en su patria, habían de emprender en su turno tareas de europeización, para que ahora se lo afeen los devotos
del criollismo puro.
Apresurémonos a conceder a los europeizantes todo lo que les pertenece,
pero nada más, y a la vez tranquilicemos al criollista. No sólo seria ilusorio el aislamiento la red de las comunicaciones
lo impide, sino que tenemos derecho a tomar de Europa todo lo que nos plazca: tenemos derecho a todos los beneficios de la
cultura occidental. Y en literatura ciñéndonos a nuestro problema recordemos que Europa estará presente, cuando menos, en
el arrastre histórico del idioma.
Aceptemos francamente como inevitable, la situación compleja: al expresarnos
habrá en nosotros, junto a la porción sola, nuestra, hija de nuestra vida, a veces con herencia indígena, otra porción substancial,
aunque sólo fuere el marco, que recibimos de España. Voy más lejos: no sólo escribimos el idioma de Castilla, sino que pertenecemos
a la Romania, la familia románica que constituye todavía una comunidad, una unidad de cultura, descendiente de la que Roma
organizó bajo su potestad; pertenecemossegún la repetida frase de Sarmientoal Imperio Romano. Literariamente, desde que adquieren
plenitud de vida las lenguas romances, a la Romania nunca le ha faltado centro, sucesor de la Ciudad Eterna: del siglo XI
al XIV fue Francia, con oscilaciones iniciales entre Norte y Sur; con el Renacimiento se desplaza a Italia; luego, durante
breve tiempo, tiende a situarse en España; desde Luis XIV vuelve a Francia. Muchas veces la Romania ha extendido su influjo
a zonas extranjeras, y sabemos cómo París gobernaba a Europa, y de paso a las dos Américas, en el siglo XVIII pero desde los
comienzos del siglo XIX se definen, en abierta y perdurable oposición, zonas rivales: la germánica, suscitadora de la rebeldía;
la inglesa, que abarca a Inglaterra con su imperio colonial, ahora en disolución, y a los Estados Unidos; la eslava . . .
Hasta políticamente hemos nacido y crecido en la Romania. Antonio Caso señala con eficaz precisión los tres acontecimientos
de Europa cuya influencia es decisiva sobre nuestros pueblos: el Descubrimiento, que es acontecimiento español; el Renacimiento,
italiano; la Revolución, francés. El Renacimiento da forma en España sólo a mediasa la cultura que iba a ser trasplantada
a nuestro mundo; la Revolución es el antecedente de nuestras guerras de independencia. Los tres acontecimientos son de pueblos
románicos. No tenemos relación directa con la Reforma, ni con la evolución constitucional de Inglaterra, y hasta la independencia
y la Constitución de los Estados Unidos alcanzan prestigio entre nosotros merced a la propaganda que de ellas hizo Francia
LA ENERGIA
NATIVA
Concedido todo eso, que es todo lo que en buen derecho ha de reclamar
el europeizante, tranquilicemos al criollo fiel recordándole que en la existencia de la Romania como unidad, como entidad
colectiva de cultura, y la existencia del centro orientador, no son estorbos definitivos para ninguna originalidad, porque
aquella comunidad tradicional afecta sólo a las formas de la cultura, mientras que el carácter original de los pueblos viene
de su fondo espiritual, de su energía nativa.
Fuera de momentos fugaces en que se ha adoptado con excesivo rigor una
fórmula estrecha, por excesiva fe en la doctrina retórica, o durante períodos en que una decadencia nacional de todas las
energías lo ha hecho enmudecer, cada pueblo se ha expresado con plenitud de carácter dentro de la comunidad imperial. Y en
España, dentro del idioma central, sin acudir a los rivales, las regiones se definen a veces con perfiles únicos en la expresión
literaria. Así, entre los poetas, la secular oposición entre Castilla y Andalucía, el contraste entre Fray Luis de León y
Fernando de Herrera, entre Quevedo y Góngora, entre Espronceda y Bécquer.
El compartido idioma no nos obliga a perdernos en la masa de un coro
cuya dirección no está en nuestras manos: sólo nos obliga a acendrar nuestra nota expresiva, a buscar el acento inconfundible.
Del deseo de alcanzarlo y sostenerlo nace todo el rompecabezas de cien años de independencia proclamada; de ahí las fórmulas
de americanismo, las promesas que cada generación escribe, sólo para que la siguiente las olvide o las rechace, y de ahí la
reacción, hija del inconfesado desaliento, en los europeizantes.
EL ANSIA
DE PERFECCIÓN
Llegamos al término de nuestro viaje por el palacio confuso, por el fatigoso
laberinto de nuestras aspiraciones literarias, en busca de nuestra expresión original y genuina. Y a la salida creo volver
con el oculto hilo que me sirvió de guía.
Mi hilo conductor ha sido el pensar que no hay secreto de la expresión
sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir; afinar,
definir, con ansia de perfección.
El ansia de perfección es la única forma. Contentándonos con usar el
ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, nunca comunicaremos la revelación intima; contentándonos con la tibia y
confusa enunciación de nuestras intuiciones, las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. Pero cuando se
ha alcanzado la expresión firme de una intuición artística, va en ella, no sólo el sentido universal, sino la esencia del
espíritu que la poseyó y el sabor de la tierra de que se ha nutrido.
Cada fórmula de americanismo puede prestar servicios (por eso les di
a todas aprobación provisional); el conjunto de las que hemos ensayado nos da una suma de adquisiciones útiles, que hacen
flexible y dúctil el material originario de América. Pero la fórmula, al repetirse, degenera en mecanismo y pierde su prístina
eficacia; se vuelve receta y engendra una retórica.
Cada grande obra de arte crea medios propios y peculiares de expresión;
aprovecha las experiencias anteriores, pero las rehace, porque no es una suma, sino una síntesis, una invención. Nuestros
enemigos, al buscar la expresión de nuestro mundo, son la falta de esfuerzo y la ausencia de disciplina, hijos de la pereza
y la incultura, o la vida en perpetuo disturbio y mudanza, llena de preocupaciones ajenas a la pureza de la obra: nuestros
poetas, nuestros escritores, fueron las más veces, en parte son todavía, hombres obligados a la acción, la faena política
y hasta la guerra, y no faltan entre ellos los conductores e iluminadores de pueblos.
EL FUTURO
Ahora, en el Río de la Plata cuando menos, empieza a constituirse la
profesión literaria. Con ella debiera venir la disciplina, el reposo que permite los graves empeños. Y hace falta la colaboración
viva y clara del público: demasiado tiempo ha oscilado entre la falta de atención y la excesiva indulgencia. E1 público ha
de ser exigente; pero ha de poner interés en la obra de América. Para que haya grandes poetas, decía Walt Whitman, ha de haber
grandes auditorios.
Sólo un temor me detiene, y lamento turbar con una nota pesimista el
canto de esperanzas. Ahora que parecemos navegar en dirección hacia el puerto seguro, ¿no llegaremos tarde? ¿El hombre del
futuro seguirá interesándose en la creación artística y literaria, en la perfecta expresión de los anhelos superiores del
espíritu? El occidental de hoy se interesa en ellas menos que el de ayer, y mucho menos que el de tiempos lejanos. Hace cien,
cincuenta años, cuando se auguraba la desaparición del arte, se rechazaba el aguero con gestos fáciles: "siempre habrá poesía".
Pero después fenómeno nuevo en la historia del mundo, insospechado y sorprendente hemos visto surgir a existencia próspera
sociedades activas y al parecer felices, de cultura occidental, a quienes no preocupa la creación artística, a quienes les
basta la industria, o se contentan con el arte reducido a procesos industriales: Australia, Nueva Zelandia, aun el Canadá.
Los Estados Unidos ¿no habrán sido el ensayo intermedio? Y en Europa, bien que abunde la producción artística y literaria,
el interés del hombre contemporáneo no es el que fue. El arte había obedecido hasta ahora a dos fines humanos: uno, la expresión
de los anhelos profundos, del ansia de eternidad, del utópico y siempre renovado sueño de la vida perfecta; otro, el juego,
el solaz imaginativo en que descansa el espíritu. El arte y la literatura de nuestros días apenas recuerdan ya su antigua
función trascendental; sólo nos va quedando el juego . . . Y el arte reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente,
pirotecnia del ingenio, acaba en hastío.
. . . No quiero terminar en tono pesimista. Si las artes y las letras
no se apagan, tenemos derecho a considerar seguro el porvenir. Trocaremos en arca de tesoros la modesta caja donde ahora guardamos
nuestras escasas joyas, y no tendremos por qué temer el sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces habrá
pasado a estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español.
(La Nación, Buenos Aires, 29 de agosto de 1926. Seis ensayos en busca de nuestra expresión, 1928)
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