La soledad y los estudios
Home | Santos Negrón Díaz: Los gestos amables de Ängel Luis Méndez | José Vadi: Looking for Balle | Fernando Lolas Stepke: Sobre Baltasar Gracián | Santos Negrón Díaz: Estrategias para obtener apoyo en la gestión cultural | Robert Castel: Entrevista | Marcia Rivera: In memoriam: Robert Castel | Poemas selectos de Jorge Guillén | Manuel Álvarez Lezama:LA ABSTRACCION DE CARLA NEGRON | Federico Gracía Lorca: Sonetos del amor oscuro | Gabriela Mistral: Recado sobre Pablo Neruda | Edwin Reyes: Fundidor de conciencia | Dylan Thomas: Poesías Completas (En español) | Rubén Darío: Antología Poética | Dr. Fernando Lolas Stepke: Andrés Bello y la libertad del espíritu expresada en la universidad | Nilda López: Edwin Reyes: promotor y protagonista de la cultura | Profesora Ivette López: Ana Lydia Vega: hacia los cuadernos del país natal | Breve antología poética de Jorge Castillo Fan (peruano) | Ana Lydia Vega: La boca de la verdad | Santos Negrón Díaz: Palabras en la presentación del libro Agenda para el nuevo siglo | Ana Lydia Vega: Prosas diversas | Dr. Fernando Lolas Stepke: Bioética del cuidado de la ancianidad | T.S. Eliot:: Four Quartets | Hjalmar Gulberg: Discurso de Presentación, Premio Nobel de Literatura 1956 | Jorge Luis Borges: El evangelio según San Marcos (Cuento) | Alvaro Mutis: La muerte del estratega (cuento) | Albert Camus: El extranjero (Novela) | Salvador Orlando Alfaro: Gramsci y la sociología del conocimiento | Angelina Uzín Olleros: El concepto de libertad en Erich Fromm | Jorge Luis Borges: Edgar Allan Poe | Gabriel García Márquez: Cuentos seleccionados; discurso de aceptación del Premio Nobel, 1982 | Julio Cortázar: Breve nota biográfica y cuatro cuentos | Poemas y prosas de Luis Cernuda | Pablo Neruda: El poeta se despide de los pajaros | Rainer María Rilke: Las elegías de Duino | Sara de Ibañez: Selección de poemas | Octavio Paz: Homenaje a Sor Juana Inés de la Cruz en su Tercer Centenario | Francisco Serra: Utopía e ideología en el pensamiento de Ernst Bloch | Carlos Fajardo Fajardo: El gusto estético en la sociedad postindustrial (ensayo) | Pedro Salinas: Selección de poemas | Albert Camus: El exilio de Helena (ensayo) | César Vallejo: Selección de poemas | Julio Cortázar: Las babas del diablo (cuento) | Pablo Neruda: Nuestra America es vasta e intrincada | Pablo Neruda: Nuevo canto de amor a Stalingrado | Julio Cortázar: La autopista del sur (cuento) | Porfirio Barba Jacob: La canción de la vida profunda y otros poemas | Pedro Henríquez Ureña: El descontento y la promesa | Octavio Paz: Picasso, el cuerpo a cuerpo con la pintura | Santos Negrón Díaz: La misión socrática de Ángel Luis Bonilla | Eugenio María de Hostos: Las doctrinas y los hombres | Santos Negrón Díaz: Roberto Alberty: Apóstol de la libertad | Julia de Burgos: Antología de sus poemas | Francisco de Quevedo y Villegas: Grandes sonetos | Santos Negrón Díaz: Marina Arzola y Jaime Vélez Estrada | Pablo Neruda: Viaje al corazón de Quevedo | Francisco de Quevedo: Soneto | Manuel Machado: Alfa y Omega (soneto) | Gerardo Diego: El ciprés de Silos (soneto) | Gabriela Mistral: Canciones de Solveig | Vínculos con otras fuentes de información en Internet | Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada | Para enviar comentarios sobre este subportal.
Ana Lydia Vega: Prosas diversas

Recomiendo a los visitantes de este portal la lectura de las novelas, cuentos y excelentes ensayos de esta destacada escritora puertorriqueña. Su último libro, La mirada de doble de filo, una colección de ensayos publicados en el periódico El Nuevo Día, es una verdadera obra maestra. Su prosa grácil, tersa, mezcla el humor refinado con la profunda visión intelectual en la discusión de temas variados que van desde comentarios sobre  eventos cotidianos hasta profundas reflexiones sobre la realidad social y política de Puerto Rico. 

 

Carta abierta a Pandora

 

¿Quién eras tú, Pandora, cuando en la turbulenta década de los setenta creaste la más explosiva revista puertorriqueña de vanguardia literaria? ¿Quién eras, cuando en el 76 diste a luz las inolvidables páginas de un libro luminoso que abrió caminos de libertad para toda una generación de escritoras?  

¿Serías la misma que hace unos días, bajo el manoseado eslogan de "Puerto Rico USA", le entregara al New York Times una tan triste apología de la asimilación? Serías la misma que, el pasado 19 de marzo, proclamándose "más americana que John Wayne", le anunciara alegremente a nuestros conquistadores que por fin habíamos llegado a ser como ellos?  

Desde que despuntaste como estrella literaria en el panorama cultural de nuestro país, hace más de veinticinco años, he seguido tus pasos con entusiasmo y orgullo. Como colega de oficio, he tenido el honor de haber compartido tribuna contigo en múltiples foros, y figurado junto a ti en numerosas publicaciones. La lealtad y el respecto a tu obra y a tu persona son las razones que me mueven a dedicarte hoy esta columna, inspirada menos por la indignación que por el desencanto.  

El que hayas cambiado de afiliación política no es motivo de alarma. Ni la primera ni la última serías en haberlo hecho. ¡Si hasta Muñoz Marín alegó "errores de juventud" cuando se puso la pava! Lo que asombra, más bien, es la discutible calidad de los argumentos que esgrimes para justificar el cambio.  

En tu artículo, defines al puertorriqueño como un "ser híbrido", una especie de monstruo de dos cabezas y dos almas. Tu freudiana interpretación de la realidad nacional postula campechanamente la coexistencia armónica de "un ego hispano" (ni siquiera boricua) y un "ego norteamericano". En tu fértil imaginación, el primero está encarnado por Chita Rivera, la vedette de Broadway, la sandunguera Anita de la versión teatral de West Side Story. El segundo, a juzgar por la imagen de vaquero machote y mataindios que has escogido para representarlo, debe ser todo un señor superego. Aquí entre nos, no vayas a creer que te estoy reprochando tu afición por el Western. A cada cual sus gustos cinematográficos. Pero, ¿no te parece que pudiste haber escogido un símbolo más noble como representación de la nación a la que quieres integrarnos?  

La selección es bastante significativa. En virtud de ese extraño síndrome de Jekyll y Hyde que reclamas como identidad profunda del puertorriqueño, te instalas ingenuamente en el reino de los estereotipos, experimentando un curioso cambio de sexo al pasar de lo "hispano" a lo "norteamericano". Aunque todo esto de la hibridez podría resultar muy fascinante como exploración autobiográfica, la pretensión de proyectar tu condición personal sobre la totalidad del país me parece un tanto arriesgada. 

Tu teoría, por otra parte, tiene un sospechoso trasunto a mitología estadolibrista de los cincuenta. Sí, chica, -te acuerdas?- aquella letanía de la esquizofrenia portorricensis cantaleteada sin piedad desde la etapa prenatal para colonizarnos hasta las entretelas: dos lenguas, dos himnos, dos gobiernos, dos banderas, "pollito chicken, gallina hen, lápiz pencil y pluma pen". No hay aquí, si vamos a ver, grandes sorpresas. Cualquier semejanza entre tus opiniones, la criatura bautizada con el exótico nombre de "estadidad jíbara" y la rancia doctrina de la "Vitrina del Caribe", ¿será pura coincidencia?  

Algo más desconcertante es tu peregrina afirmación de que "los puertorriqueños ya se han unido al primer mundo". Antes que nada, habría que precisar a cuáles de nuestros compatriotas te estás refiriendo. ¿No será, por casualidad, a aquéllos que -según nos informas- "han contribuido con más de $500,000 a las campañas políticas de los Estados Unidos? Los demás, que yo sepa, andan por ahí chiripeando a brazo partido y camuflando su pobreza tras los cheques de alimentos. Y el resto -no se te vaya a olvidar- alzó el vuelo rumbo al Norte hace bastante tiempo, cuando al gobierno le dio con promover la mudanza al cielo gringo como solución a la miseria y el desempleo. Tan "primer mundo" no puede ser un país que tiene la mitad de su población errante y la otra mitad encadenada al mantengo. 

A esos boricuas emigrados, dicho sea de paso, no les reservas un trato muy tierno, actitud algo contradictoria para toda una "US Latino writer". Primero, invocas a San Alejo para que los aleje del plebiscito, por aquello de que sus supuestas simpatías independentistas no vayan a "privar del derecho a la ciudadanía americana a la próxima generación de puertorriqueños". Luego (palo si bogas y palo si no bogas), no sólo los críticas por idealizar al país que perdieron, sino también por denunciar la devastación ecológica y social que ha traído a la isla el progreso a la americana.  

La soberanía es imposible porque "prácticamente, no contamos con recursos naturales", sentencias montada en ese viejo y cansado caballo de Troya de los estadistas. A esa trillada observación le sigue otra igualmente predecible sobre el deprimido per cápita de los desposeídos del hemisferio. Tu voz me trae ecos de aquellas maestras de Estudios Sociales de nuestra educación primaria que, día tras día, nos machacaban la dependencia y la impotencia, mientras nos vacunaban, con inyecciones de arrogancia, contra la solidaridad latinoamericana.  

Como las dos Isabeles de tu célebre cuento, se enfrentan hoy tal vez, en ese campo de batalla que es la página, dos escritoras. Ojalá, querida Pandora, que aquélla que una vez abofeteara la cara hipócrita de la sociedad con la explosiva verdad de sus papeles, no se haya rendido ante la que hoy derrama estereotipos y clisés en apoyo a una postura desmentida por sus libros. Ojalá que ese artículo tan poco afortunado fuera la obra de una mano alevosa que, amparada en el prestigio de tu nombre, hubiera puesto todo su vano esfuerzo en empañarlo.  

Tan "primer mundo" no puede ser un país que tiene la mitad de su población errante y la otra mitad encadenada al mantengo  

05-Diciembre-2008

 

 

 

Homenaje a la mano izquierda

 

En días recientes, una fractura de la muñeca derecha me ha brindado la ocasión de meditar en torno a un tema inusitado. De buenas a primeras, la discapacidad que me impide llevar a cabo los quehaceres más sencillos de la vida cotidiana ha puesto en evidencia el valor insospechado de esa extremidad segundona que parece colgar del corazón. Sí, en efecto, me refiero a la tan marginada, subestimada y casi olvidada -pero no menos prodigiosa- mano izquierda.

Para el grueso de los mortales, la derecha es la mano dominante. Según los entendidos en asuntos demográficos, los zurdos componen sólo entre el diez y el quince por ciento de la población mundial. Un grupo reducidísimo de afortunados ejerce el admirable don de la ambidexteridad. Todo se decide en el misterio de los hemisferios cerebrales, en ese juego cruzado de lateralidades que mueve los hilos de nuestra existencia.

 

Como en tantos aspectos de la conducta humana, la desviación de la norma inspira suspicacia. A la mano izquierda -apodada la siniestra– se la asociaba, en épocas remotas, con las empresas maléficas de la brujería. Hasta al propio Príncipe de las Tinieblas se le achacaba, además de la consabida cojera, una zurdera impenitente. No es de extrañar que la mayoría derechista se haya dedicado desde entonces a reprimir y corregir en los niños cualquier tendencia izquierdizante.

 

De sobra se conocen los métodos de rehabilitación para el logro de la ortodoxia manual: entre los menos truculentos, amarrar la mano cerrera a fin de espantarle la irresistible tentación de la disidencia. Suprimidas las pretensiones de la usurpadora, la derecha humillada reclama la regencia. Y la izquierda rebelde tiene que resignarse al triste papel subalterno. No en balde hay tan pocos zurdos declarados.

 

Aunque no entran en el registro de los perseguidos ilustres de la biología, los ambidiestros tampoco escapan a las estrecheces de la incomprensión. Todo talento ajeno suscita resentimientos. Y más cuando se trata de una aptitud genuinamente excepcional. Los bimanuales, como los bisexuales, representan un desafío a las categorías establecidas. Quién sabe si hasta se les envidia su inquietante versatilidad.

 

No tengo la suerte de haber nacido ambidiestra, bendición que hubiera mitigado las angustias de esta manquera temporal. El verse uno súbitamente privado del uso de la indispensable derecha impone un retorno involuntario a la infancia que es, a la vez, anticipo de la vejez. El menor gesto, el menor movimiento, el más mínimo proyecto de acción requieren asistencia forzosa. Con la libertad racionada, no queda más remedio que acogerse a la misericordia de los demás.

 

Eso tiene sus ventajas. Y sus inconvenientes. La dependencia dicta un nuevo protocolo de comportamiento. Al precisar de intermediarios benévolos, la relación elemental con los objetos se vuelve complicada. Hay que entrenarse en el arte supremo de la paciencia. Hay que suavizar las exigencias y atemperar el ritmo vital. De pronto, nada resulta tan urgente. Una melancolía reflexiva aquieta el ímpetu de la voluntad.

 

Entretanto, algo extraño y secreto está ocurriendo en los cuartos oscuros del cerebro, una verdadera conspiración neuronal. La mano de repuesto -personal de apoyo, actriz de reparto- se dispone a ejecutar un sutil golpe de estado fisiológico. Y, lenta, torpe, tembluzca, tentativa, se arriesga a realizar por sí sola proezas nunca antes soñadas: manejar el cortauñas, empuñar el cuchillo, destapar la pasta dental…

 

La gimnasia obligatoria que acomete cada vez con mayor brío la va fortaleciendo a ojos vistas. Los dedos se le atenazan. La palma ya aprieta con firmeza. En el antebrazo, un tímido músculo se asoma por entre el tejido azul de las venas. Dentro del calabozo del yeso, la ex diestra comienza a preguntarse si algún día volverá a reconquistar el protagonismo perdido.

 

Con dos dedos puntuales y obstinados, mi fiel siniestra teclea estas breves palabras a su gloria. Aunque la discreción es lo suyo, no está ajena a la magnitud de su poder. Sabe que me ha devuelto la confianza y, en cierta medida, la independencia. Pero sabe también que su reinado es transitorio.

 

Mientras la derecha lastimada la espía, pálida y recelosa, desde su arresto domiciliario, ella trabaja sin pausa. Y salta feliz por el teclado a los acordes del “Concierto para la mano izquierda en re mayor”, compuesto por Maurice Ravel en honor a un pianista manco.

 

 

Postvótum

El voto es una de las grandes pasiones puertorriqueñas. Así lo confirma habitualmente la masiva participación electoral, superior a la que suele exhibir el país que nos comanda por control remoto. El derecho que acá, aunque trunco, se reverencia, allá, aunque pleno, se ejerce con displicencia.

Esta vez, los americanos encontraron poderosas razones para volcarse en las urnas. La certeza de estar haciendo historia propició una inscripción nunca antes vista. La crisis financiera atizó el sentido de urgencia.

Nosotros, en cambio, vivimos unas elecciones medio sosonas. Para colmo, las encuestas -esos erráticos oráculos a sueldo- mataron de entrada el suspenso con la aplastante letanía de que la suerte ya estaba echada.

Las dos opciones mayoritarias acorralaron al votante en un callejón sin salida. Ni los candidatos ni sus séquitos brillaron por su encanto. Escoger entre ineptos y corruptos no es tarea fácil cuando se sabe que ambas especies proliferan en cada bando. Decidir entre dos estilos de parálisis -el círculo vicioso estadolibrista y el anexionismo "light " posrossellista- es tan estimulante como seleccionar el método más indoloro de s u i c i d i o.

Los partidos minoritarios resultaron algo menos aburridos. Con un candidato fuera de serie, el PIP batalló gallardamente contra la fobia a la independencia y la seducción del meloneo. Morir con las botas puestas sigue siendo el blasón de su caballería andante. El novato PPR pudo convertirse en una especie de quinta columna para electores amargados. Los aspavientos triunfalistas de su presidente inyectaron una dosis de humor a la contienda. El elemento patético tampoco faltó: lo aportó la lealtad del club "Write -in de la Tercera Edad" a favor de un candidato ausente.

El mosqueo generalizado invitaba a la abstención. Y, al parecer, un nutrido grupo sucumbió a esa tentación mudando a las playas su blanda disidencia.

No obstante, la feligresía impenitente de los partidos abarrotó cierres de campaña, engulló bacalaítos, perreó de lo lindo y se esgalilló coreando consignas.

Llegado el 4 de noviembre, el grueso del electorado fue, como de costumbre, a rajar papeleta.

Estamos en la temporada baja de las ilusiones. Aquí hace tiempo que a nadie lo elige el entusiasmo. Los ganadores prevalecen por eliminación. A la hora de marcar esas cruces fatales, poca gente alberga una auténtica esperanza de cambio. Entonces, ¿cómo rayos se explica el furor eleccionario? Hay motivos que no pasan por la vía real de la razón.

A muchos, no cabe duda, les va la vida en el voto. Son aquéllos cuya subsis- tencia depende del color que pinte los puentes de las autopistas. La victoria del adversario los condena al hoyo negro del desempleo. Otros sacrifican su criterio a las fidelidades familiares. Distanciarse de la preferencia del clan equivale a cometer parricidio. La tiranía del bolsillo y el yugo de la tradición imponen así la ortodoxia del Partido Ú n i c o.

Las plataformas partidistas nunca han sido lectura preferida de las masas. A fin de cuentas, importan menos las ideas del candidato que la proyección de su imagen. El voto es una gestión esencialmente afectiva. La libertad del elector está condicionada por las emociones que se cuecen en las calderas visc e ra l e s.

Eso lo saben demasiado bien los publicistas. A ello responden los efectos especiales de los mítines, los mensajes televisados en "prime time" y los golpes teatrales de la víspera. Amén de la manipulación subliminal de los anuncios y el chantaje descarado de las ofertas q u i n c a l l e ra s.

El voto por gratitud o por desquite mueve a buen número de ciudadanos. Con la repartición justiciera de recompensas y castigos, las elecciones adquieren un carácter casi bíblico. Por eso, durante el año de los comicios, los políticos más vagos e irresponsables se desviven embreando calles, firmando referidos y regalando neveras. El tumbe es su pesadilla y el soborno su seguro de vida contra los rigores del juicio final.

Escaso pero firme, el voto de principio también existe. Se da entre los adeptos a la coherencia existencial. Se ofrenda con serenidad y, en ocasiones, con resignación. Se concibe como un gesto desprendido, un triunfo de la mente sobre la materia, un entrenamiento en tenacidad.

El más libre de los votantes debe ser el deportivo. Ve el proceso como un juego de equipos, y se atreve a apostar. No se esponja cuando gana ni se deprime cuando pierde. Saluda al vencedor y sonríe. Barajea sus opciones. Sabe que el juego siempre volverá a empezar.

 

 

LA NOCHE del martes, yo también me amanecí. Esperaba ganar al menos una de las dos apuestas que, en un momento de gran debilidad, le había aceptado a un amigo. La primera tenía que ver con la gobernación; la segunda, con la inscripción del Partido Independentista Puertorriqueño (PIP).

Mareada por las predicciones, los simulacros, las encuestas y los sondeos, daba por seguro (aunque no por deseable) el triunfo arrollador del Ungido de la Pastora Rolón. En cuanto a los pipiolos, creía garantizado el consabido cinco por ciento de su salvación electoral. Y no sé por qué rayos me dio con apostarle a eso una cena gourmet en un restaurante híper chic, con todo y botella de champán.

Amparándose en los "valores morales de este noble pueblo" y algo un poco menos elegante llamado "náusea general", mi amigo le iba de cabeza al éxito absoluto de los populares y al ingreso del PIP en la lista de las especies amenazadas. Hasta se atrevió a doblar el riesgo recordándome su marca preferida de champán. Ni gaseosas españolas ni aguas chirrias californianas. Sería francés y de la Viuda. Voilà.

Si hubiera siquiera presentido las inusitadas torturas sicológicas del escrutinio, juro que jamás hubiera sucumbido a la tentación del desafío. Entre los números de los partidos y los de la Comisión Estatal de Elecciones (CEE), el vaivén de los por cientos y el subibaja de los candidatos, la confusión era la única certeza. Como si fuera poco, mi amigo llamaba cada media hora para perforarme el tímpano con sus chijíes cada vez que Aníbal Acevedo Vilá se anotaba un octavo de punto.

Cuando empezó a perfilarse la deserción masiva de votos que, por terror al retorno del Mesías, había reducido las filas independentistas y engordado las de los populares, me resigné a la idea de gestionar un préstamo personal para cumplir con los términos de las apuestas. Suerte que mi largo entrenamiento en materia de derrotas electorales me impidió perder la tabla y el ánimo.

Como si se tratara de un castigo divino a los desertores melones por haber dejado sin franquicia al PIP, la incertidumbre ha seguido reinando desde aquella fatídica madrugada. Acevedo Vilá podrá haber sido certificado como gobernador provisional, pero el fantasma del Diabólico Doctor ronda aún, en shorts y camiseta, por los pasillos de La Fortaleza.

A juzgar por el copo novoprogresista en otras áreas, sospecho que la cohabitación forzosa de dos partidos enemigos sólo logrará exacerbar la bipolaridad y consolidar el inmovilismo de nuestro entrañable sistema colonial. El cuatrienio se anuncia animado. ¿Se imaginan lo que sucederá cuando Aníbal pretenda formar su gabinete, proponer alguna ley o pedir la aprobación de un presupuesto? La legislatura dedicará sesiones enteras a practicar el fino arte de enseñarle el dedo del medio.

Pero no todo es negativo, qué va. El magno tranque ofrecerá, sin duda, la excusa ideal para ponerle pichón a algunas incómodas promesas de campaña. Pienso, por ejemplo, en la tan pospuesta asamblea constituyente, proyecto que colgará con brío la mayoría penepé. A su vez, el futuro Gobernador sacará la lengua (y el veto de bolsillo) cuando los legisladores de la palma se apresten a planchar el referéndum estadista.

Conclusión: que aquí no ha pasado - ni pasará - mucho. El "up" de negarle un tercer término a Rosselló trae en el paquete una secuela imprevista: el "down" de prolongarle al colonialismo sus eternas vacaciones antillanas. Lo que para algunos es pecado mortal, para otros es virtud teologal y, ciertamente, no hay mal que por bien no venga. Permanecer en ese estado de eterna suspensión en lo que se nos ocurren otras maneras creativas de bloquear la solución del estatus, no es tan desagradable que digamos…

Mientras tanto, se escuchan por doquier llamados a la sensatez y a la cordura. Con las manos juntas y los ojos en blanco, todos se comprometen a acatar la sagrada voluntad de las urnas. Se habla de pactos, de compromisos, de acuerdos, de una santa alianza convocada "por el bien de Puerto Rico". Al fin y a la postre -nos aseguran voces autorizadas- prevalecerá la "madurez democrática de nuestro pueblo".

Si la pesadillesca campaña electoral que acabamos de padecer es un avance de las satisfacciones que nos reserva el "gobierno compartido", que Dios nos coja confesados y comulgados. Menos mal que, con un Comisionado Residente tan caballeroso como el que tendremos, el pobrecito Aníbal ni sentirá las puñaladas traperas que le asestarán desde Washington.

Y ahora, basta. Paren de sufrir, como reza el lema de aquella iglesia que ocupa el local de una ex discoteca de Santurce. Estírense las arrugas con una coqueta sonrisa. Eso es, definitivamente, lo más recomendable para sobrevivir a ciertas travesuras de la historia.

Después de todo, el resultado de estas elecciones no es más que otra de esas ficciones innovadoras que tanto distinguen a nuestro país en el mundo. Algo así como la quinta columna, la estadidad jíbara o -la más inventiva de todas- el Estado Libre Asociado.

Nos vemos después del recuento. A lo mejor, con un discreto cambio de etiqueta, paso cidra por champán, saldo mis apuestas y evito la ley de quiebras.

EN MAYO del año pasado, hace ya casi un año, el Partido Independentista Puertorriqueño plantó bandera en Vieques. Desde entonces, renunciando a las comodidades de la vida urbana, exponiendo su salud a graves riesgos de contaminación, Rubén Berríos Martínez no se ha movido de la zona de tiro. Su presencia vigilante en aquella playa amenazada por la prepotencia militar estadounidense se ha convertido en uno de los símbolos más poderosos de nuestra resistencia.

Bastante extraña le habrá resultado, al principio, la austeridad de un paisaje tan distinto al de su altura aiboniteña. A veces, me lo imagino sudando bajo el castigo del sol, yendo y viniendo inquieto por la costa que le sirve de celda. Otras veces, se me aparece sereno, sentado en su silla plegadiza con un libro en la mano mientras la brisa le hace cosquillas a la monoestrellada y las gaviotas sobrevuelan el mar. Y siempre, invariablemente, me pregunto si a lo largo de esos paseos solitarios, si en medio de esas treguas de meditación y lectura, lo asaltará, de repente, la irresistible tentación de regresar.

De seguro que sí. De seguro que, en esas noches interminables bajo la caseta, los recuerdos le dan un golpe de estado. Entonces, los seres queridos, los espacios cotidianos, los objetos familiares lo llaman a coro. No será nada fácil pulsear con la nostalgia ni burlar las mil trampas de la melancolía. Cerrar los ojos es encontrarse de pronto en la sala de su casa. Dejarse arrullar por las olas es revivir el abrazo tibio de quien lo espera.

De la Isla Grande no llegan noticias muy alentadoras. Todos los días estalla un nuevo escándalo en la primera plana de un periódico. Todos los días se disputan el protagonismo del menú la corrupción, la intriga, la violencia y la ignorancia. ¿Tendrá nuestro Quijote rubio sus momentos de duda? ¿Lo interrogará con el foco en la cara el fiscal de su conciencia? ¿Le repetirá alguna vocecita melosa y seductora que el martirologio murió con Albizu? ¿Le dirá también que ese pueblo de sus desvelos es el mismo que mañana votará por aquellos que ayer lo traicionaron?

El futuro inmediato luce aún más incierto que el remoto. Con su admirable lucidez, Rubén tiene que haber medido las opciones y pesado las consecuencias. La cárcel no lo asusta. La conoció, hace veintiocho años, cuando la batalla de Culebra. Mucho más inquietantes son las barajas en la manga. ¿Y si los americanos no atacaran? ¿Y si su intención fuera más bien la de dejarlo allí, plantado indefinidamente en una especie de arresto domiciliario no declarado? ¿Y si apostaran, simplemente, a la acción lenta y certera del veneno tan hábilmente sembrado por ellos en la arena? De cosas peores han sido capaces, alrededor del mundo y a través del siglo XX.

Lo increíble, lo verdaderamente milagroso, es que nuestro abanderado siga ahí aferrado con toda la energía de su espíritu a esa tierra devastada. Pretextos para doblar las rodillas no escasean. Otros con menos fibra ya se hubiesen rajado. De haber flaqueado él también, tal vez muy pocos se lo hubieran reprochado. La constancia no es, ciertamente, la más evidente de las virtudes nacionales. Pero entonces, ¿qué soplo mágico anima a esa criatura? ¿Cuál es la fórmula secreta que, inmunizándolo contra el cinismo, fortalece en sus venas la corriente de la esperanza?

La búsqueda de la libertad es, para los luchadores de su cepa, una auténtica vocación existencial. Al abrazar el sacrificio por un ideal, al abandonarlo todo para seguirle el rastro, Rubén, en cierto modo, ya lo ha alcanzado. Le ha dado la espalda a la facilidad para dedicarse en cuerpo y alma a la tarea más ardua: la de reinventarse. Ha actuado, en fin, como un ser libre. Al hacerlo, ha sabido trazar con pulso firme el mapa de nuestra libertad.

Ante la crisis de fe que arropa a Puerto Rico, ante el titubeo y la claudicación que definen la gestión política, la figura de este puertorriqueño cabal resplandece como un faro en la noche. Un hombre que mantiene su posición, un hombre que no retrocede ante el embate de los vientos, un hombre que alumbra los senderos minados de incertidumbre con la fuerza tranquila de su mirada es infinitamente más que un lujo para su pueblo. Es el espejo claro por el que se asoma nuestro perfil más noble y más hermoso.

Hoy, en aquella playa viequense donde se juega el sentido mismo de la vida, estamos todos con Rubén. Hoy, todos somos Rubén, de cara al horizonte, de pie frente al misterio.

El doble filo de la mirada

 

 

1. Falsea la verdad quien argumenta que a los veinte años todos somos incendiarios y a los cuarenta todos somos bomberos. Hay criaturas de veinte años tan hermosas como reaccionarias y enemigas de cuanto simbolizan el fuego y la llama. Hay criaturas de cincuenta años cuyas ojeras pronunciadas las frecuenta una vibrante disposición a la audacia intelectual y sensual.

 

Así podría explicarse el ayuntamiento feliz de parejas a quienes la edad distancia y el deseo aproxima. Porque el deseo no se tramita en las ventanillas del Registro Demográfico y sí en el descubrimiento recíproco de dos voluntades en alianza contra la timoratez. Un descubrimiento cuya consecuencia se llama de maneras diversas: afinidad, química, chispa y hasta corrientazo en el kilómetro cero de la mente. Justo, en el kilómetro cero de la mente el deseo principia. Lo demás será búsqueda de la ocasión.

 

 

2. Las observaciones anteriores nacen al compás de una lectura gustosa del nuevo libro de Ana Lydia Vega “Mirada de doble filo”. La contraportada caracteriza el mismo como una colección de crónicas periodísticas. Lo es, desde luego, aparte de que la autora se encarga de reafirmarlo en el prólogo “Crónica del ojo errante”, prólogo de sugerente pedagogía, que resultará material imprescindible en cualquier curso introductorio a la literatura y el periodismo. Unas prácticas de afanes más convergentes que desemejantes. Unas prácticas de recursos intercambiables a la hora de despertar y retener el interés del lector, ese ser que el paso de los días ha vuelto elusivo, hasta el extremo de que se niega a incorporar a la lectura “su propia experiencia y su propia inocencia, así como su prudencia y astucia” según el reclamo conmovedor del escritor israelí Amos Oz.

 

Pero, además, el libro es crónica del ojo errante en tanto que el acontecer inmediato y el mediato, sea nacional o internacional, nutre la mirada de la autora, tan merecidamente celebrada por su reivindicación de un hacer escritural arraigado en el aquí y el ahora; hacer que esbozó Albert Camus con sencillez y hondura: “Para llegar a la sociedad humana hay que pasar por la sociedad nacional. Para preservar la sociedad nacional hay que abrirla a una perspectiva universal.” La mirada, en franca sucesión vertiginosa, luego de activar el útil dispositivo del doble filo, se transforma en vistazo, en contemplación, en ronda por entre un vasto mapa de los afectos y un vasto pliego de querellas. Esto es, en cuanto dé pie al testimonio puntual y la opinión esclarecedora: signos inmutables de la escritura de Ana Lydia Vega. Una escritura siempre al grano y diligente, de creatividad enorme y postergación difícil.

 

 

3. Pero, el libro es, también, un nuevo cuaderno del país natal, una revelación nada complacida de algunas mecánicas puertorriqueñas colectivas y algunos vicios patrios ostentosos. Dada la riqueza de los seis apartados constituyentes de “Mirada de doble filo”, dada la amplia gama de voces y tonos a que acude la gran escritora para manifestar la satisfacción o la indignación ante un hecho, no habrá lector a quien defraude esta andadura que auspicia la editorial de la Universidad de Puerto Rico. En el renglón de las mecánicas puertorriqueñas destacan varias, aun cuando yo prefiera las crónicas “Huracán a la vista” y “Un segundo de silencio”. Igual ocurre en el renglón de los vicios patrios ostentosos, aun cuando yo destaque “Esa amable crueldad” y “Radio Cháchara”. Sin embargo, más allá de las preferencias singulares que consiga suscitar un texto determinado, el libro sostiene el rigor expresivo y la lucidez crítica página tras página, al amparo de una prosa dúctil, pulcra y enérgica.

 

 

4. Retomo las observaciones iniciales, nacidas al compás de la lectura, provechosa en varios sentidos, del nuevo libro de Ana Lydia Vega. El proyecto de su mirada, en alianza con el fuego y la llama que suponen una juventud imposible de medir años, se sintetiza al final del libro con una estremecedora claridad: “No existe poder mayor que el que confiere el doble filo de la mirada. Que un filo sirva para punzar la verdad y el otro para tallar la esperanza”.

 

¿Habrá un estallido más lozano que empeñarse, no obstante el caos nuestro de cada día, en reclamar el derecho a la verdad y la esperanza? ¿Habrá mejor culminación para un libro tan necesario como éste?

 

No.

TODO EMPEZO cuando se mudaron a la izquierda y a la derecha de mi casa, respectivamente, dos vecinos de partidos políticos rivales. No bien desapareció el camión de la mudanza, el de la derecha se trepó en el techo para izar un banderón americano con cincuenta y una estrellas. Al día siguiente, el de la izquierda hizo lo propio con una monoestrellada gigantesca. Por no quedarse atrás, el de la derecha mandó pintar, en la pared de su marquesina, un mural con las caras de Bush y Pesquera. Ni corto ni perezoso, el de la izquierda colgó, en las rejas del balcón, una inmensa pava roja que de noche se encendía, tocaba "Jalda arriba" y parpadeaba como adorno de Navidad.

Nunca he permitido que la política me altere el pulso. Así es que, desde el principio, adopté una elegante reserva. Me limitaba a saludarlos de lejitos, con gesto circunspecto. Ellos me devolvían el saludo, muy corteses, y las esposas me sonreían con una amabilidad que no podía disimular su curiosidad. Yo, en cambio, seguía empeñado en marcar esa distancia necesaria que garantiza las buenas relaciones y salvaguarda la paz mental.

Las cosas empeoraron después del verano. Para mi desgracia, mis vecinos eran ambos militantes rabiosos de sus partidos y, al acercarse vertiginosamente la fecha de las elecciones, sus residencias se convirtieron en comités improvisados. Las actividades proselitistas se multiplicaron de manera alarmante: micromítines, rifas, bingos, colectas, caravanas... Amén de las visitas de los candidatos con sus séquitos, y las peleas, a grito limpio, de balcón a balcón. Yo vivía encerrado como un monje trapense, lo que no les impedía rellenarme el buzón de propaganda, deslizarme invitaciones por debajo de la puerta y hasta pasquinarme consignas en la acera. Aún así, yo me aferraba, contra viento y marea, a mi eterna ecuanimidad.

A mediados de octubre, enardecidos por los resultados tan cerrados de la última encuesta, mis vecinos se enfrascaron en una lucha sin cuartel por el voto de los llamados "indecisos" de la urbanización. El término, pronunciado siempre con una mueca socarrona, se refería, despectivamente, a los librepensadores que resisten como gato boca arriba los chantajes ideológicos del sistema. Entre las filas de esos mártires contemporáneos se hallaba, por supuesto, este humilde servidor.

Mis perseguidores acechaban mi menor movimiento. Cuando salía rumbo al trabajo en la mañana, cuando llegaba por la tarde, cuando paseaba el perro por la noche, siempre me topaba con alguno de ellos merodeando por los alrededores. Confieso que desarrollé una habilidad impresionante para escabullirme y correr a refugiarme en el santuario inviolable de mi habitación.

Un sábado a las seis de la mañana, mientras yo desmontaba con un machete el pastizal del patio trasero, el de la izquierda me cogió desprevenido. -Se ve que usted es un hombre de armas tomadas -me interpeló por encima de la verja. Yo seguí dando mochazos como si conmigo no fuera, pero el muy carifresco volvió a la carga: -A machetazo bravo es que hay que meterle mano a la corrupción en este país. ¡Y en eso no hay quien le ponga un pie a'lante a Sila!

-Tú me tienes cara de independentista me espetó el de la derecha la tarde que me agarró recogiendo mi correspondencia. Tan pasmado me dejó su ataque a mansalva que no pude ni defenderme. El tipo tuvo los pantalones de abrir el portón y parárseme delante, cuestión de bloquearme la retirada. -Si ustedes lo que quieren es liquidar la colonia -murmuró con aire de matón de barrio- lo que les conviene es que ganemos nosotros.

Igualmente convencido de mis supuestas tendencias separatistas estaba el de la izquierda. -La independencia es un ideal tan bonito -me dijo con los ojos aguados al verme sacando sigilosamente, a medianoche, la bolsa de basura- pero el voto suyo, compai, va de cabeza pa'ese zafacón.

Y con sendas cantaletas, día tras día, acabaron por hacerme picadillo los nervios. Había perdido el apetito y sufrido un dramático bajón de peso. Mis ojeras, antes discretas, eran ahora dos cuevas insondables. La víspera de las elecciones, mientras me afeitaba, me asustó la imagen de aquel guiñapo humano que me contemplaba, con los ojos saltones, desde el espejo del botiquín. De más está decir, que la indignación me impidió conciliar el sueño.

El 7 de noviembre, al despuntar el alba, fui el primero en llegar al colegio electoral. Me precipité hacia la caseta y, por primera vez en la vida, puse una equis bien grande bajo la cruz del PIP. Acto seguido, saqué el marcador rojo que traía en el bolsillo y escribí, con letras enormes, "PIENSO, LUEGO, SOY" en la papeleta fatula del voto presidencial.

Y me fui, silbando, a comprar el periódico para buscar casa nueva en los clasificados.

Poderosas palabras

 

De niña, espiaba las conversaciones de los mayores para aprender palabras con las que luego trataba de impresionarlos. Así fue cómo me agencié el dudoso título de "espíritu viejo", concedido a quienes nacen sabiendo.

Y así fue cómo descubrí, entre otros datos intrigantes de la extrañeza humana, las dos realidades simultáneas de mi patria: una designada "insular ", y otra que llevaba por apellido el enigmático adjetivo "f e d e ra l ".

A esa edad, empezaba a captar las sutiles diferencias de tono que acompañaban toda referencia a esos mundos contrapuestos. Poco a poco, fui entendiendo que el primero era el lugar donde vivía: una isla pequeña y pobre, pero preciosa, según mis padres y maestros.

El segundo era una esfera remota, etérea, habitada por seres desencarnados que, de buenas a primeras, zumbaban para abajo recompensas y castigos.

Más mágicos y deslumbrantes que la oferta del catálogo de Sears eran los regalos que derramaba la abundancia federal sobre la miseria insular. El día que falten esas ayuditas, nos morimos de hambre, cantaleteaban los adultos poniéndose muy serios. Tildadas de "mantengo" por unos cuantos "orgu - llosos", las mentadas ayuditas compensaban con creces por el simulacro de gobierno propio. Y quién sabe si hasta por el riesgo mortal de residir en medio de un arsenal de armas nucleares.

Pequeños sacrificios por enormes beneficios, suspiraba la gran mayoría conforme. De cuando en cuando, sin embargo, caían castigos federales como huracanes sin previo aviso. De acuerdo a ciertas explicaciones cautelosas, eso ocurría cuando alguien cometía la imperdonable insensatez de morder la mano pródiga. Fue lo que les pasó, por ejemplo, a los nacionalistas -sentenciaba la moraleja popular- por parejeros y m a l a g ra d e c i d o s.

A veces, no resultaba tan fácil distinguir las recompensas de los castigos. Mi vecino, don Felo, que había estado en la guerra defendiendo la democracia ajena, recibía puntualmente todos los meses un misterioso cheque, objeto de curiosidad y envidia en el barrio. La boca autorizada del cartero espepitó que se trataba de una pensión de "ve t e ra n o ". Yo ignoraba el significado del novedoso término, pero me imaginé que algo tenía que ver con la medalla de aquel estuche negro que don Felo me mandaba a abrir porque a él le faltaban las dos manos.

Años más tarde, espoleada por una amiga, visité por primera vez el Tribunal Federal de San Juan. Sentada en un banco de aquella sala engalanada con la bandera de las franjas y las estrellas, asistí a un insólito espectáculo teatral. Un juez puertorriqueño se dirigía -en inglés- a los abogados puertorriqueños que discurseaban -en inglés- ante un jurado también puertorriqueño. El acusado puertorriqueño recurría a los servicios de un traductor puertorriqueño para que repitiera -en inglés- lo que ya todos ellos le habían escuchado contar en su español materno. Hilarante paso de comedia judicial, de no haber sido tan patético.

Ya para entonces se habían aclarado en mi mente las dudas suscitadas por aquel adjetivo bipolar, retador de inocencias infantiles. Reverenciada por unos, execrada por otros, la palabra "fe d e ra l " me parecía ahora un eufemismo perverso para encubrir agravios, temores y vergüenzas. Con la misma energía que había invertido en comprender ese hecho sencillo y terrible, me lancé a d e s m o n t a r l o.

Una federación, que yo sepa, se construye desde la igualdad. Un pueblo que no es libre de sus decisiones no es capaz de federarse con nadie. Y mucho menos con quienes han ejercido sobre él una tenaz y sorda dominación por ciento diez largos años. Aun consentida, aun festejada, la subordinación excluye toda posibilidad de gestión soberana.

Los brutales sucesos de las pasadas semanas han hecho implotar las últimas ilusiones. Como si no hubiesen bastado el suplicio de Pedro Albizu Campos, los bombardeos de Vieques y el asesinato de Filiberto Ojeda Ríos -entre tantos crímenes impunes e ignorados- los "f e d e ra l e s " se han empeñado en recordarnos hasta la saciedad que aquí son ellos quienes proponen y disponen. El desprestigio autoinfligido del régimen "insular " ha puesto en evidencia su esencial falsedad. Las metáforas tramposas que maquillaron las fealdades del pasado se derriten a plena vista.

Aromas de ruptura es lo que nos han traído los vientos y las marejadas de m a r z o.

No quedará más remedio que aprender de nuevo a hablar. Habrá que estrenar palabras frescas, claras, duras, resistentes, poderosas palabras capaces de fundar nuestra propia verdad.

La verdad es que, últimamente, está la catástrofe choreta. Las hay para todos los gustos: naturales, económicas, sociales... Ta n t a s, tan seguidas y tan cerca que cualquiera se escama. A saber si tenían razón aquellos vaticinios truculentos de Nostradamus. Parecería que los Cuatro Jinetes bíblicos se han puesto de acuerdo para meterle caña, todos juntos, a la arrogancia de la humanidad.
¡Y aquí que creíamos tener inmunidad vitalicia contra la desgracia universal! Ya podían hundirse en el mar los siete continentes, y nosotros como si nada. Sí, hombre, hasta casi el otro día vivíamos plenamente convencidos de la puertorriqueñidad de Dios. Por algo se desviaron este año tres huracanes corridos hacia otras vecindades menos bendecidas. Antes de que nos partiera por el medio una mísera onda t ro p i c a l ... El favoritismo divino bastaba para explicar el milagro de nuestra sobrevivencia hasta que empezó a esgolizarse, allá en Los Niuyores, el dichoso Dow Jones. ¡Quién hubiera dicho que un nombre tan pedestre tendría el poder de sembrar el terror en los tiernos corazoncitos amalgamados del capital global! Lo cierto es que la crisis bancaria americana, fruto de la orgía hipotecaria que desposeyó a los pobres y mortificó a los ricos, sacudió las zapatas de la seguridad.
El Armagedón monetario de Wall Street ha producido una especie de fin del mundo artificial. Claro está, del mundo que hemos conocido a lo largo del siglo veinte: el de la supremacía militar y financiera de los Estados Unidos; el mismo que comenzó a tambalearse apenas un año después de inaugurado el milenio. Con el doble golpe a las Torres Gemelas y el Pentágono, quedó en veremos el mito de su i nv u l n e ra b i l i d a d .
Hace tres o cuatro décadas, el optimismo disidente pronosticaba en Puerto Rico un eventual "resquebra jamiento del andamiaje colonial". La historia, irónica y traviesa, nos tenía en reserva tamaña sorpresa: el desconchuflamiento del engranaje imperial.
Se viró la tortilla, sentencian hoy en onda justiciera los que han vivido y padecido la gula expansionista del Tío Sa m .
La virazón de la tortilla ha producido escenas nunca antes vistas en los medios. Dedíquense a resolver sus propios líos y dejen en paz a los demás, recomendó sonriente el presidente iraní a los americanos durante su reciente visita a los estudios de CNN. Elegante y taimado, el ministro chino se limitó a ofrecer más megapréstamos, cuestión de repararle el crédito dañado a su actual cliente y antiguo rival.
Chantajeado por los grandes intereses, abacorado por las protestas ciudadanas, Washington da bandazos locos al filo de unas elecciones complicadas. Ninguno de los dos partidos oficiales quiere cargar con el muerto. El desplome capitalista requeriría remedios radicales. Cosas oiredes, Sancho: ¡de socialistas tildan algunos los planes para tirarles el salvavidas a los acaudalados! Peor que el de la bolsa ha resultado el descalabro de las certezas heredadas por generaciones de puertorriqueños.


¿Finiquitada la cornucopia gringa? ¿Embrollados hasta la coronilla los "amos benévolos"? El desamparo alimenta la ansiedad. "¿Qué será de Borinquen, mi Dios querido?": Rafael Hernández hace un inesperado "come -back". Crecen y se multiplican como cone- jos los rumores: que cierran las ATH, que suspenden las pensiones, que congelan los fondos del PAN... Cautelosa, la banca criolla alega solvencia en vano intento por distanciarse de la hecatombe internacional. El común de los mortales -aquellos que sienten amenazadas las magras economías de toda una vida de trabajo- entra en alerta escarlata. Ya hay quien recicla el viejo método de los abuelos: el colchón para atacuñar el billetal.


Entre el temor y la temeridad se mece la desesperación boricua. De repente, recobran vigencia dos consignas ancestrales: "la última cuenta la paga el diablo" y "nadie me quita lo bailao".
Tregua decretada por un gobierno a la caza de votos, los días sin IVU desatan una verdadera juerga consumista. En un adelanto sin precedentes del derroche navideño, la adicción a la deuda se impone sobre la prudencia. El plasma asciende al rango de necesidad.
Y así, la hipnosis colonialista y el sueño anexionista se estrellan en pareja contra las emergentes realidades de una metrópoli quebrada. La válvula de escape migratoria ya no promete soluciones fáciles. Además del bolsillo, tendremos que empezar a rascarnos la cabeza.
El fin del mundo es otro cuento de camino. La agenda humana está siempre por fijar. Habría que convertir este apocalipsis de ilusiones en un génesis de posibilidades.

 

El Coronel y el Contraalmirante


1 de marzo de 2001
El Nuevo Día

HE SEGUIDO con mucho interés la polémica suscitada por el inminente ascenso del coronel Collazo a las altas esferas de la realeza colonial. Casi podría decirse que su nominación como candidato único al flamante trono del zar de las drogas ha logrado restaurar el frágil consenso entre las tribus rivales que conforman el espectro político del país.

Por lo que se aprecia desde acá, nadie con buena memoria y juicio sano osaría defenderlo a brazo partido. Sólo la Gobernadora, la ex Contralora y el ex Comisionado Residente militan aún, con inusitado entusiasmo, en las menguadas filas de su "fan club".

-¡Por el amor de Dios, sean justos!, suplica el Coronel con lágrimas en los ojos, aferrado al madero salvador de la obediencia jerárquica. ¿Cómo es posible se pregunta, airado- que se le pague de esa manera a él, que ha dado lo mejor de sí a este pueblo; a él, que tantas veces ha arriesgado su vida en áreas del bien común?

¡Si lo único que hizo fue cumplir con su deber de guardia novato! ¡Si lo único que quería era dedicarse en cuerpo y alma a su carrera! ¡Que les pidan cuentas a los gobernadores carpeteros del pasado! En la alegre inconsciencia de sus veintitantos abriles, ¿cómo hubiese siquiera rozado su imaginación la peregrina idea de que el fichaje y la persecución de los disidentes políticos eran diversiones prohibidas por la Constitución?

Haciendo total abstracción de la responsabilidad personal, el Coronel se zapatea así de toda culpa. Quitándose el uniforme de victimario para ponerse el de víctima, esgrime en defensa propia su "intachable" expediente profesional. Para colmo de males, alega no entender la indignación manifestada por los amplios sectores que se oponen a su designación.

Lo que fascina, lo que maravilla en su discurso justificativo es esa cualidad indefinible que se asienta en la frontera misma entre la malicia y la ingenuidad. Algo similar ocurre con la columna titulada "Nuestra gran responsabilidad", recientemente publicada por este periódico. Su autor, el contraalmirante Kevin P. Green, cojea de la misma pata (¿derecha?) que el futuro zar.

A juzgar por el tono inocentón que permea su argumentación simplona, Mister Green tampoco parece entender por qué los puertorriqueños se oponen tan vehementemente a la presencia de la Marina de Guerra estadounidense en Vieques. Para asombro de sus lectores, la columna de marras se anuncia como reflexión en torno al "verdadero significado de la seguridad".

En el contexto de la agresión constante del Navy contra la Isla Nena, la frase podría provocar una amarga hilaridad. Haciendo un extraordinario despliegue de humor negro, el Contraalmirante procede a ilustrarnos al respecto: "Los países son como las personas: se sienten a salvo cuando se saben protegidos. Se sienten seguros cuando se encuentran saludables y prósperos".

Es por eso -nos recuerda en tono sobrio y aleccionador- que la salida de la Marina sería absolutamente catastrófica para Puerto Rico. Sin la benévola protección de los militares, el narcotráfico y la criminalidad se volverían incontrolables.

El torpe intento de intimidarnos con el cuco de las drogas para legitimar la permanencia de la Marina en Vieques, más que un razonamiento serio parece un anuncio gratuito para la precaria campaña del zar. Muy convenientemente, Mr. Green obvia el hecho irrefutable de que sus lobos de mar han sido menos eficientes en la lucha contra las sustancias controladas que en la destrucción sistemática de nuestros recursos naturales.

Después de estrenarse como crítico de cine y recomendarnos la película "Traffic" para que podamos comprender mejor la verdadera magnitud de la amenaza narco, el Contraalmirante llega al objetivo central de su aburrida perorata: el referéndum del 6 de noviembre. Y, con cara de palo, formula la pregunta que ha roto todos los récords del cinismo mundial: "¿Qué podemos hacer juntos para que nuestros vecindarios sean más seguros?".

Un análisis somero de sus declaraciones nos fuerza a concluir que el Contraalmirante y el Coronel comparten algo más que un despiste congénito frente a las fechorías propias. Como si hubieran estudiado en la misma escuela, ambos subestiman nuestra inteligencia de manera abismal.

La Gobernadora, por su parte, no cesa de ensalzar la integridad, la rectitud y los poderes cuasi sobrenaturales con los que cuenta su protegido para salvarnos del monstruo. Tildándola de "práctica regular" y de "política oficial de todos los (magníficos) gobernadores" anteriores, minimiza con alarmante candidez la gravedad histórica de la represión oficial contra el independentismo.

Mientras tanto, acoge maternalmente el alegato de inocencia por ignorancia con el que se lava las manos el buenazo del Coronel. Las declaraciones del Coronel y el Contraalmirante -así como las de la Gobernadora- banalizan la violencia injustificable que ha padecido, a través de todo el siglo veinte, la libertad de pensamiento en nuestra patria.

 

Enter content here

Enter supporting content here