NUESTRA AMÉRICA ES VASTA E INTRINCADA
Por Pablo Neruda
E ntre los invasores de Méjico -oscuros aldeanos, braceros del campo, forzados, aventureros
y fugitivos- había un joven soldado llamado Bernal Díaz del Castillo, el cual escribió sus memorias en edad ya bastante avanzada,
cincuenta años más tarde, siendo consejero municipal en la América central. He visto, he tenido en mis manos y he leído el
enorme manuscrito, asegurado con una cadena a una mesa, al alcance de todos, en el municipio de Guatemala. Es curioso ver
encadenado ese gran libro, escrito con una caligrafía clara y esmerada, quizá por alguno de aquellos copistas que abundaban
en España, dictado posiblemente por el viejo soldado, desde su sillón o desde el fondo de la cama, pero, desde luego, desde
el fondo, de la increíble verdad. Bernal, a pesar de su edad, tenía una memoria que podía facilitarnos los nombres de los
caballos y de las yeguas y de cada uno de los hombres, que siguieron a Hernán Cortés.
Cuando, en mi adolescencia provinciana, leí las empresas y hazañas de los hombres y de los dioses de la Odisea,
o cuando, más tarde, penetré en los laberintos oníricos y eróticos de las Mil y una Noches, pensé que a nadie le correspondería
ni podría corresponderle la extraña aventura de una incursión en tales reinos prodigiosos. Me equivoqué. Porque a aquel soldado
desconocido le cupo esta aventura: la de darse de manos a boca con una estrella ignorada, llegar de repente a un planeta apenas
descubierto, poblado de dioses vivientes, de música infernal, con vestidos de oro. A ese hombre le correspondió dejar las
huellas de su paso.
Aunque discutible, lo cierto es que aquel esplendor fue aniquilado por la sangre y las sombras. Hombres y
vestiduras, templos y construcciones, dioses y reyes, todo fue devorado, destruido y sepultado. La Conquista fue un gran incendio.
Los conquistadores de todos los tiempos y todas las latitudes reciben un mundo vasto y resonante, dejan un planeta cubierto
de cenizas. Siempre ha sido así. Nosotros los americanos, descendientes de aquellas vidas y de aquella destrucción, hemos
tenido que excavar, para buscar debajo de las cenizas imperiales las gemas deslumbradoras y los colosales fragmentos de los
dioses perdidos. O también hemos tenido que mirar a las alturas: a veces una torre de los antiguos tiempos, venciendo el miserable
paso de los siglos, eleva su orgullo sobre el continente. Porque yo distingo el arte subterráneo y el arte de los espacios
abiertos de los antiguos americanos. Y ésta es mi propia manera de conocerlos y comprenderlos.
Cuando, en años ya lejanos, vivía exiliado en la Ciudad de Méjico, vinieron dos extraños visitantes con la
pretensión de venderme su mercancía: traían un voluminoso paquete, envuelto en pringoso papel de periódico, que desatamos
y abrimos allí, en mi mesa de despacho. Había centenares de figurillas de oro, acaso chimúes, chibchas o chiriquíes: un tesoro
que palpitaba sobre mi pobre mesa con el fulgor amarillo del pasado. Eran pendientes, anillos, pectorales, insignias, figuras
de pececillos, de extrañas aves, eran estrellas abstractas, círculos, líneas, discos, mariposas. Por aquella maravilla me
pidieron doce mil dólares, cantidad que yo no poseía. Este tesoro lo habían encontrado trabajando en una carretera, entre
Costa Rica y Panamá. Y se apresuraron a sacarlo del país para venderlo en cualquier lugar. Abandonaron mi casa con su tesoro
bajo el brazo, envuelto en periódicos viejos, y ya no he sabido a donde fueron a parar aquellos peces, aquellas mariposas,
aquellos destellos de oro.
Otra vez, caminando por el Mayab, me detuve al borde del bosque para contemplar a placer un cenote
ceremonial: uno de aquellos pozos, cuyo fondo de aguas sombrías formaba parte del misterio maya. Se cuenta que la ceremonia
ritual exigía que fuesen arrojadas allí, en sacrificio mortal, las vírgenes destinadas a los dioses, cubiertas de oro y turquesas,
collares, brazaletes, ricos vestidos. Un astuto comerciante del naciente imperio norteamericano tuvo la idea, en el siglo
pasado, de comprar aquellas tierras aparentemente abandonadas. Y se dedicó a la pesca. Allí, en los profundos y extraños manantiales,
los sagrados cenotes le proporcionaron toneladas de joyas divinas.
Nuestra América es vasta e intrincada. Y a lo largo de su línea espiral, a lo largo de sus desmesurados ríos,
debajo de los montes y en los desiertos, e incluso en las calles de las ciudades recientemente excavadas y puestas al descubierto,
aparecen todos los días estos testimonios de oro. Son estatuillas antropomorfas, aztecas, olmecas, quimbayas, incas, chancayas,
mochicas, nazcas, chimúes. Son millones de vasijas de cerámica y de madera, enigmáticas figuras de turquesas, de oro, trabajadas,
tejidas: son millones de obras maestras rituales, figurativas, abstractas. Son escuelas y disciplinas, estilos excelsos, que
representan la crueldad, la adoración, la humillación, la tristeza, la locura, la verdad, la alegría. Todo un mundo que palpitaba
con las grandes fiestas desaparecidas en torno a los enigmas de la vida y de la muerte, con los acontecimientos que alimentarán
la poesía y la teogonía, en homenaje a la resurrección y consagración de la primavera, con su infinita sabiduría sexual, con
el goce de la tierra en todas sus tentaciones y sus frutos, o ante el misterio del silencio absoluto y de las posibles resurrecciones.
Nuestros museos de Méjico, de Colombia y de Lima, están repletos de estas figuras, que jamás fueron degradadas ni aniquiladas
bajo tierra. Precipitadamente fueron arrebatadas, sepultadas a lo largo de un camino cualquiera, fueron excomulgadas en todos
los púlpitos coloniales, y al igual que sus creadores fueron perseguidas por centuriones y matarifes. Mas, debajo de la tierra
y del agua, tras siglos de oscuridad, continúan apareciendo, continúan dando su imperecedero testimonio de múltiple grandeza.
En mi Canto general he explicado cómo el conquistador Pizarro encadenó al Inca en una habitación, en
un palacio de su reino. Allí le anunció que lo mataría. Sería ajusticiado dentro de pocas semanas. Lo degollaría como un cordero
sacrificial, como esclavo destinado al martirio, en el patio mayor de su propio palacio, ante todos sus príncipes, sus capitanes
y sus sacerdotes, sus mujeres, sus hijos y sus músicos. A menos que -le dijo el conquistador- sus súbditos le trajesen, de
todas sus remotas y apartadas posesiones, todo el oro del Perú. Pero, ¿cuánto, cuánto? le preguntó el Inca volviendo sus inocentes
ojos a los de su carcelero. Pizarro le respondió: "Levanta la mano lo más alto que puedas y traza una línea azul como tu sangre
alrededor de la estancia, y ordena que tus vasallos la llenen de oro hasta esa línea azul que tu mano habrá trazado". Durante
minutos, horas, semanas, largas como siglos, los mensajeros y los sacerdotes y los príncipes y los músicos y los guerreros
humillados y los ciudadanos atónitos y los jueces de los sepulcros y las mujeres desesperadas trotaron y corrieron, volaron
como abejas, pasaron y regresaron con ánforas de oro, con estatuillas y vasos, con brazaletes y platos ceremoniales, con anillos
y varas, utensilios, altares, collares, tronos y esculturas de oro. Hasta que el rescate recogido con aquella agonía superó
la línea trazada por la mano del Inca. Entonces Pizarro, aconsejado por sus escribanos, acompañantes, obispos y capitanes,
mandó degollar al Inca en el patio principal de su palacio, delante de sus dignatarios y de sus príncipes. Pero muchos de
los correos, mensajeros cargados de oro, que creyeron en la palabra del matarife, recibieron la terrible noticia sobre las
aguas de un lago, mientras dormían guardando cada uno su saco de oro. Y entonces, aterrorizados por la noticia de la Gran
Muerte, maldijeron y lloraron, y escondieron y sepultaron para siempre los tesoros, que no llegaron a tiempo para superar
la línea azul trazada por la mano del Emperador ajusticiado.
Pero la América excelsa, su edificio al aire libre se manifestó en la orgullosa y solitaria ciudadela de Machu
Picchu. Fue un encuentro decisivo en mi vida. Tuvo lugar hacia el año 1943: la gran guerra de los europeos no daba aún señales
de acabar. Goya había profetizado: "El sueño de la razón engendra monstruos".
Mientras la razón dormía en el mundo, los monstruos practicaban la suprema carnicería. Desde la época de los
sufrimientos de la América precolombina, cuando, según el padre Las Casas, los perros de los invasores se alimentaban a menudo
con la carne de los prisioneros vivos, mujeres, niños y hombres, la razón jamás conoció un sueño tan funesto. La degradación,
el martirio, el aniquilamiento en proporciones gigantescas, se ponían metódicamente en práctica. De la antigua Europa clásica
llegaba el fragor de los bombardeos y desde mis lejanos países seguíamos un hilo de sangre, que, a través de la noche y del
mar, nos conducía hasta el antiguo escenario de la cultura, ahora en esclavitud y agonía.
Regresé de Méjico cargado con aquel dolor, sin perder del todo mi indestructible fe en la persistencia de
la bondad humana, pero desorientado e indolente ante aquella evolución de nuestra época tenebrosa. Entonces subimos por senderos
ásperos y a lomo de mulo hasta la ciudad perdida y añorada: Machu Picchu, la misteriosa. Aquella altísima ciudad se había
avergonzado de su propia época, se había reducido al silencio y se había escondido en su propio bosque. ¿Qué les sucedió a
sus constructores? ¿Qué había sido de sus habitantes? ¿Qué nos dejaron, excepto la dignidad de la piedra, para darnos noticias
de su vida, de sus propósitos, de su desaparición? Nos respondió un silencio sonoro. Yo ya conocía el silencio de otra ruinas
monumentales, mas siempre fue un silencio humillado, de mármoles definitivamente vencidos. Allí, en las alturas del Perú,
la imponente arquitectura se había conservado secretamente en el profundo silencio de las cumbres andinas. Todo era cielo
en torno de los sagrados vestigios. El bosque verde se interrumpía con las rápidas y pequeñas nubes, que pasaban desflorando
y besando aquella espléndida obra de lo eterno que hay en el hombre. En el punto más alto de la ciudad se levantaba el Reloj
o Intihuatana, especie de calendario formado por inmensas piedras, con una meridiana destinada quizá a señalar las
horas en aquellas excelsas alturas. Estos relojes astronómicos fueron tenazmente perseguidos por los conquistadores, ansiosos,
como siempre, de destruir el núcleo cultural. La ciudad de Machu Picchu los derrotó: se escondió entre peñas abruptas, multiplicó
sus mantos de verde, y los intrusos destructores pasaron por su vera sin sospechar jamás su existencia.
Machu Picchu se reveló ante mí como el perdurar de la razón por encima del delirio, y la ausencia de sus habitantes,
de sus creadores, el misterio de su origen y de silenciosa tenacidad desencadenaron para mí la lección del orden, que el hombre
puede establecer a través de los siglos con su voluntad solidaria: el edificio colectivo capaz de desafiar el desorden de
la naturaleza y de la humana desventura. Recordé entonces las construcciones mejicanas de Teotihuacán, los edificios de Monte
Albán, de Chichén Itzá, el cuadrilátero de Uxmal, los templos de Palenque, las pirámides religiosas con sus prodigiosas moles,
con su simetría radial, que en todo el territorio mejicano se alzaron hacia la sangre y la luz. Comprendí que por encima de
las estructuras perdidas en el martirio y en la sombra, por encima de la creación formal de figuras, joyas y objetos subterráneos,
más allá de la inmensidad vencida y derrotada de aquella América, que hoy está renaciendo de sus propias tinieblas, los antiguos
maestros americanos habían erigido un alma aérea, invulnerable, capaz de desafiar con su ser el dominio y las olas embravecidas
de la agresión y del olvido.
Estos descubrimientos me revelaron muchos caminos, y entre ellos el recordar mi destino con aquella verdad
tan duradera, con aquellas creaciones colectivas, en las que todos los componentes, esperanza y dolor, delicadeza y poderío,
se habían unido muchas veces en un organismo central, que dirigía todas las posibilidades de acción y daba origen a un nuevo
silencio sonoro, lleno de inteligencia y de música.
A esta riqueza es preciso añadir los monumentos de la poesía sepultada: las odas aztecas y tlascaltecas en
honor de los dioses y de los príncipes, odas festivas y rituales. La antigua poesía del extremo sur de los peruanos y de los
aymará andinos, poesía de dulcísima melancolía, como susurro de agua a través de la hojarasca, a través del tiempo que abatió
las razas. El Popol-Vuh es un milagro, un Génesis encantador que explica y nos refiere los inicios de la vida del hombre,
de las costumbres y de los ritos, con la seguridad de un auténtico testimonio de cuanto sucede. Es difícil separar en sus
páginas la esencia del sueño y la de la idolatría, los sucesos reales y las profecías. Es un monumento fundamental del hombre,
en toda su ruta. De las religiones y de la irreligión: es un breve himno al crecimiento y al desarrollo de la vida sobre la
tierra. (Y sabemos que un monseñor, arzobispo de Yucatán, mandó quemar la gran biblioteca, que encerraba millares de manuscritos
mayas, acumulados durante siglos).
Alguien se preguntará ¿qué relación existe entre las antiguas culturas americanas y las modernas? Reconozco
que la condición de colonia le impuso a nuestra América no solamente una obstinada dominación, sino una fractura incalculable.
La matriz fue violentada y extinguida: los vínculos se hicieron secretos, se debilitaron bajo el terror, se dispersaron en
remotas aldeas y finalmente se extinguieron. Sólo en algún mercadillo o feria reaparecieron los vasos, los juguetes, y unos
pobres tejidos. En cuanto a la escultura, la arquitectura, la poesía, la narración, el baile, todo esto se lo tragó la tierra,
se aletargó con la colonia, para dormir un sueño que aún perdura.
Algunos ecos de la prodigiosa tradición aparecieron en la escuela pictórica mejicana: en Orozco, Siqueiros,
Rivera y Tamayo. Pero, a pesar de la fuerza de estos creadores, se advierte en ellos la reflexión que reproduce, el expresionismo
intelectual, en el lugar de la frescura primitiva de las antiguas fuentes selladas. Lam y Matta han buscado al mismo tiempo,
en cierto modo, la continuidad perdida; pero sus obras mayores, aunque apelan al terror y al enigma, no llegan a engendrar
en nosotros el pánico ni a plantearnos cuestiones como las antiguas y profundas obras de la América precolombina. Algunos
europeos como Henry Moore y algunos escultores como Peñalba y Colvin, americanos de nacimiento, han tratado también ellos
de revitalizar nuestra tremenda herencia. Pero ha sido Niemeyer, el maestro y arquitecto brasileño, quien mayormente se ha
acercado en su grandiosa Brasilia, rosa colectiva y perdurable, a la espaciosa arquitectura aérea de las antiguas Américas.
Por lo que a la poesía concierne, los poetas americanos, salvo laudables excepciones, se han alejado con horror
de nuestra densidad cósmica y se han propuesto seguir el ejemplo, no de Jorge Manrique, Soto de Rojas, o Quevedo, sino a Monsieur
Péret o Monsieur Artaud. La novela americana, con García Márquez y otros valientes protagonistas de hoy, ha dado un
gran salto, continuando la comunicación interrumpida. El primer anuncio de una insurrección o de una resurrección: de una
posible grandeza.
No sé por qué mis palabras asumen siempre la forma de un viaje, aunque sea hacia el pasado o el silencio.
Me doy cuenta de que no hemos hecho otra cosa sino recorrer, acaso sólo por el exterior, superficialmente, una gran cultura,
múltiple y apasionante. No he querido otra cosa sino caminar y caminar por los remotos caminos que el hombre americano recorrió
durante siglos poblándolos con extraordinarias creaciones, con mitos olvidados y batallas perdidas. Mas ni los incansables
estudiosos ni los titánicos investigadores podrán darnos ni el catálogo ni las llaves del inmenso tesoro. Sus interpretaciones
quedarán siempre a media distancia de la verdad, hasta que aparezcan otras verdades más cercanas en el tiempo. Ni las fotografías
minuciosas de cada objeto, tomadas de frente o por helicópteros excepcionales, ni la cinematografía con sus poderosas demostraciones,
podrán revelarnos aquel milagro encendido ni la inaccesible herencia que nos dejó.
Pero yo, criatura de aquellas latitudes, no me atrevo a catalogar ni a denominar ni a aseverar. Continuaré
en los días o años de mi vida, alimentando la admiración, el terror y la ternura para con las innumerables obras prodigiosas
que marcaron mi existencia. Y continuaré sintiéndome mínimo, inexistente ante la grandeza de aquel esplendor. ¡Ojalá pueda
un día la tierra americana ser digna del múltiple monumento que nos transmitieron los pueblos desaparecidos!
Condé sur Iton (Francia), enero 1972
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