Picasso: el cuerpo a cuerpo
con la pintura
El Museo Tamayo inicia
sus actividades con una exposición de Pablo Picasso. Se trata de una antología cronológica, a un tiempo exigente y generosa,
de modo que el visitante, al recorrerla, puede seguir la evolución del pintor a través de una sucesión de obras pinturas,
esculturas, grabados que corresponden a cada periodo del artista. Se cumple así uno de los propósitos de los fundadores, Rufino
y Olga Tamayo: convertir al Museo en un centro mexicano de irradiación del arte vivo
de nuestra época. En México, como quizá algunos recuerden, se celebró en junio de 1944 una exposición de Picasso. Aunque fue un acontecimiento
memorable, como
esfuerzo y por su intrínseco valor artístico, es indudable que la exposición que ahora ofrece el Museo Tamayo es más vasta,
variada y representativa. Al fin el público de México podrá tener una visión viva y directa del mundo de Picasso. En este mismo catálogo
un gran conocedor del arte moderno, William Lieberman, conservador de arte contemporáneo del Museo Metropolitano de Nueva York, describe con sensibilidad y competencia
las características de esta exposición y subraya su importancia histórica y estética. Para evitar repeticiones inútiles, me pareció preferible resumir, rápidamente,
en unas cuantas páginas, lo que siente y piensa hoy, en 1983, un escritor mexicano ante la obra y la figura de Picasso. No
es ni un juicio ni un retrato: es una impresión.
La vida y la obra de Picasso se confunden con la historia del arte del siglo XX. Es imposible comprender a la
pintura moderna sin Picasso pero, asimismo, es imposible comprender a Picasso sin ella. No sé si Picasso es el mejor pintor
de nuestro tiempo; sé que su pintura, en todos sus cambios brutales y sorprendentes, es la pintura de nuestro tiempo. Quiero
decir: su arte no está frente, contra o aparte de su época; tampoco es una profecía del arte de mañana o una nostalgia del pasado, como ha sido el de tantos grandes artistas en
discordia con su mundo y su tiempo. Picasso nunca se mantuvo aparte, ni siquiera en el momento de la gran ruptura que fue
el cubismo. Incluso cuando estuvo en contra, fue el pintor de su tiempo. Extraordinaria fusión del genio individual con el genio colectivo...
Apenas escrito lo anterior, me detengo. Picasso fue un artista inconforme que rompió la tradición pictórica, que vivió al
margen de la sociedad y, a veces, en lucha contra su moral. Individualista salvaje y artista rebelde, su conducta social,
su vida íntima y su estética estuvieron regidas por el mismo principio: la ruptura. ¿Cómo es posible, entonces, decir que
es el pintor representativo de nuestra época?
Representar significa ser la imagen de una cosa, su perfecta imitación. La representación requiere
no sólo el acuerdo y la afinidad con aquello que se representa sino la conformidad y, sobre todo, el parecido. ¿Picasso se
parece a su tiempo? Ya dije que se parece tanto que esa semejanza se vuelve identidad: Picasso es nuestro tiempo. Pero
su parecido brota, precisamente, de su inconformidad, sus negaciones, sus disonancias. En medio del barullo anónimo de la publicidad, se preservó;
fue solitario, violento sarcástico y no pocas veces desdeñoso; supo reírse del mundo y, en ocasiones, de sí mismo. Esos desafíos eran
un espejo en el que la sociedad entera se veía: la ruptura era un abrazo y el sarcasmo una coincidencia. Así, sus negaciones
y singularidades confirmaron a su época: sus contemporáneos se reconocían en ellas, aunque no siempre las comprendiesen. Sabían
obscuramente que aquellas negaciones eran también afirmaciones; sabían también, con el mismo saber oscuro, que cualquiera
que fuese su tema o su intención estética, esos cuadros expresaban (y expresan) una realidad que es y no es la nuestra. No
es la nuestra porque esos cuadros expresan un más allá; es la nuestra porque ese más allá no está antes ni después
de nosotros sino aquí mismo: es lo que está dentro de cada uno. Más bien, lo que está abajo: el sexo, las pasiones,
los sueños. Es la realidad que lleva dentro cada civilizado, la realidad indomada.
Una sociedad que se niega a sí misma y que ha hecho de esa negación el trampolín de sus delirios
y sus utopías, estaba destinada a reconocerse en Picasso, el gran nihilista y, asimismo, el gran apasionado. El arte moderno
ha sido una sucesión ininterrumpida de saltos y cambios bruscos; la tradición, que había sido la de Occidente desde el Renacimiento,
ha sido quebrantada, una y otra vez, lo mismo por cada nuevo movimiento y sus proclamas que por la aparición de cada nuevo
artista. Fue una tradición que se apoyó en el descubrimiento de la perspectiva, es decir, en una representación de la realidad
que depende, simultáneamente, de un orden objetivo (la óptica) y de un punto de vista individual (la sensibilidad del artista).
La perspectiva impuso una visión del mundo que era, al mismo tiempo, racional y sensible. Los artistas del siglo XX rompieron esa visión de dos maneras,
ambas radicales: en unos casos por el predominio de la geometría y, en otros, por el de la sensibilidad y la pasión. Esta
ruptura estuvo asociada a la resurrección de las artes de las civilizaciones lejanas o extinguidas así como a la irrupción de las imágenes de los salvajes,
los niños y los locos. El arte de Picasso encarna con una suerte de feroz fidelidad una fidelidad hecha de invenciones la
estética de la ruptura que ha dominado a nuestro siglo. Lo mismo ocurre con su vida: no fue un ejemplo de armonía y conformidad
con las normas sociales sino de pasión y apasionamientos. Todo lo que, en otras épocas, lo habría condenado al ostracismo
social y al subsuelo del arte, lo convirtió en la imagen cabal de las obsesiones y los delirios, los terrores y las piruetas, las trampas y
las iluminaciones del siglo XX.
La paradoja de Picasso, como fenómeno histórico, consiste en ser la figura representativa de una sociedad que detesta la representación.
Mejor dicho; que prefiere reconocerse en las representaciones que la desfiguran o la niegan: las excepciones, las desviaciones
y las disidencias. La excentricidad de Picasso es arquetípica. Un arquetipo contradictorio, en el que se funden las imágenes
del pintor,
el torero y el cirquero. Las tres figuras han sido temas y alimento de buena parte de su obra y de algunos de sus mejores
cuadros: el taller del pintor con el caballete, la modelo desnuda u los espejos sarcásticos; la plaza con el caballo destripado,
el matador que a veces es Teseo y otras un ensangrentado muñeco de aserrín, el toro mítico robador de Europa o sacrificado
por el cuchillo: el circo con la caballista, el payaso, la trapecista y los saltimbanquis en mallas rosas y levantando pesos
enormes ("y cada espectador busca en sí mismo el niño milagroso/Oh siglo de nubes" (1)). El torero y el cirquero pertenecen
al mundo del
espectáculo pero su relación con el público no es menos ambigua y excéntrica que la del pintor. En el centro de la plaza, rodeado por las miradas
de miles de espectadores, el torero es la imagen de la soledad; por eso, en el momento decisivo, el matador dice a su cuadrilla la frase sacramental: ¡Dejarme solo!
Solo frente al toro y solo frente al público. Aún más acentuadamente que el torero, el saltimbanqui es ele hombre de las afueras.
Su casa es el carro del circo nómada. Pintor, torero y saltimbanqui: tres soledades que se funden en una estrella de seis puntas.
Es difícil encontrar paralelos de la situación de Picasso, a la vez figura representativa y
excéntrica, estrella popular y artista huraño. Otros pintores, poetas y músicos conocieron una popularidad semejante a la
suya: Rafael, Miguel Ángel, Rubens, Goethe, Hugo, Wagner. La relación entre ellos y su mundo fue casi siempre armónica, natural.
En ninguno de ellos aparece esa relación peculiar que he descrito más arriba. No había contradicción: había distancia.
El artista desaparecía en beneficio de la obra: ¿qué sabemos de Shakespeare? La persona se ocultaba y así el poeta o el pintor
conquistaban una lejanía que era también una imparcialidad superior. Entre la Inglaterra de Isabel y el teatro de Shakespeare
no hay oposición pero tampoco, como en la Edad Moderna, confusión. La diferencia entre uno y otra consiste en que, en tanto que Shakespeare
sigue siendo actual, Isabel y su mundo ya son historia. En otros casos, el artista y su obra desaparecen con la sociedad en
que vivieron. No sólo los poemas de Marino eran leídos por los cortesanos y los letrados sino que los príncipes y los duques
lo perseguían con sus favores y sus odios; hoy el poeta, sus idilios y sonetos son apenas nombres en la historia de la literatura.
Picasso no es Marino. Tampoco es Rubens, que fue embajador y pintor de corte: Picasso rechazó los honores y los encargos oficiales
y vivió al margen de la sociedad sin dejar nunca de estar en su centro. Para encontrar a un artista cuya posición haya sido parecida a la de Picasso hay que volver los ojos hacia
una figura de la España del XVII. No es pintor sino un poeta: Lope de Vega. Entre Lope y su mundo no hay discordia; hay sí,
la misma relación excéntrica entre el artista y su público. El destino de Picasso en el siglo XX no ha sido más extraño que
el de Lope en el XVII: autor de comedias y fraile adúltero adorado por un público devoto.
Las semejanzas entre Picasso y Lope de Vega son tantas y de tal modo patentes que apenas si
es necesario detenerse en ellas. La más visible es la relación entre la variada vida erótica de los dos artistas y sus obras.
Casi todas ellas novelas o cuadros, esculturas o poemas están marcadas o, más exactamente: tatuadas, por sus pasiones. Pero
la correspondencia entre sus vidas y sus obras no es simple ni directa. Ninguno de los dos concibió al arte como confesión sentimental. Aunque la raíz de
sus creaciones fue pasional, la elaboración fue siempre artística. Triunfo de la forma o, más bien, transfiguración de la
experiencia vital de la forma: sus cuadros y poemas no son testimonios de sus vidas sino sorprendentes invenciones. Estos
dos artistas arrebatados fueron siempre fieles al principio cardinal de todas las artes: la obra es una composición.
Otra semejanza; la abundancia y la variedad de las obras. Fecundidad pasmosa, inagotable e incontable. Por más que se afanen
los eruditos, ¿llegaremos cuántos sonetos, romances y comedias escribió Lope, cuántos cuadros pintó Picasso, cuántos dibujos
dejó y cuántas esculturas y objetos insólitos? En los dos la abundancia fue maestría. En los momentos débiles, es maestría
era mera habilidad; en otros, los mejores, se confundía con la más feliz inspiración. El tiempo es el tema del artista, su aliado y su enemigo: crea para
expresarlo y, asimismo, para vencerlo. La abundancia es un recurso contra el tiempo y, también, un riesgo: hay muchas obras
de Lope y de Picasso fallidas por la prisa y la facilidad. Otra, sin embargo, gracias a esa misma facilidad, poseen la perfección
más rara: la de los objetos y seres sobrenaturales. La de la hormiga y la gota de agua.
En la vida pública los dos artistas encontraron la misma desconcertante fusión entre extravagancia
y facilidad. La agitación de la vida privada de Lope y su nomadismo sentimental contrasta con su aceptación de los valores
sociales y su docilidad frente a los grandes de este mundo. Picasso tuvo más suerte: la sociedad en que le tocó nacer ha sido
mucho más libre que la en la España del siglo XVII. Pero soy injusto al atribuir la independencia de Picasso a la suerte:
fue intransigente y leal consigo mismo y con la pintura. Nunca quiso agradar al público con su arte. Tampoco fue el instrumento
de las maquinaciones de las galerías y los mercaderes. En esto fue ejemplar, sobre todo ahora que vemos a tantos artistas
y escritores correr con la lengua de fuera tras la fama, el éxito y el dinero. Dos lepras y una sola degradación: la sumisión
a los dogmas ideológicos y la prostitución ante el mercado. El partido o el bestsellerismo y la galería. Sin embargo,
no todo favorece a Picasso en esta comparación. Lope fue familiar de la Inquisición y al final de sus días, en virtud de su
cargo, tuvo que asistir a la quema de un hereje. La índole de la sociedad en que vivía hace comprensible este triste episodio;
en cambio, ¿por qué Picasso escogió adherirse al partido comunista precisamente en el momento del apogeo de Stalin?... En fin, todas las
semejanzas entre el poeta y el pintor se resuelven en una: su inmensa popularidad no estuvo reñida con la complejidad y la
perfección de muchas de sus creaciones. Lo decisivo sin embargo, fue la magia personal. Insólita mezcla de la gracia del torero y su arrojo mortal, la melancolía
del cirquero
y su desenvoltura, el garbo popular y la picardía. Magia hecha de gestos y desplantes, en la que el genio del artista se alía a los trucos del prestidigitador. A veces la máscara devora
el rostro del
artista. Pero las máscaras de Lope y de Picasso son rostros vivos.
Las semejanzas no deben ocultar las diferencias. Son profundas. Dos corrientes alimentan el arte de Lope: las formas
dela poesía tradicional y las renacentistas. Por lo primero, sus raíces se hunden en los orígenes de nuestra literatura; por
lo segundo, se inserta en la tradición del humanismo grecorromano. Así, Lope es europeo por partida doble. En su obra apeas si hay ecos de otras
civilizaciones; sus romances morisco, por ejemplo, pertenecen a un género profundamente español. Lope vive dentro de una tradición,
en tanto que el universo estético de Picasso se caracteriza, justamente, por la ruptura de esa tradición. Las figurillas hititas
y fenicias, las máscaras negras, las esculturas de los indios americanos, todos son objetos que son el orgullo de nuestros
museos, eran obras demoníacas para los europeos contemporáneos de Lope. Después de la caída de MéxicoTenochtitlán, los horrorizados
españoles enterraron en la plaza central de la ciudad a la colosal estatua de la Coatlicue: corroboraron así que los poderes
de esa escultura pertenecen al dominio que Otto llamaba mysterium tremendum. En cambio, para el amigo y compañero de
Picasso, el poeta Apollinaire, los fetiches de Oceanía y Nueva Guinea eran "Cristos de otra forma y de otra creencia", manifestaciones
sensibles de "obscuras esperanzas". Por eso dormía entre ellos como un devoto cristiano entre sus reliquias y símbolos. La ruptura de la tradición del humanismo clásico abrió las puertas a otras
formas y expresiones. Baudelaire había descubierto a la hermosura bizarre; los artistas del siglo XX descubrieron más bien: redescubrieron
la belleza horrible y sus poderes de contagio. La hermosura de Lope se rompió. Entre los escombros aparecieron las formas
y las imágenes inventadas por otros pueblos y civilizaciones. La belleza fue plural y, sobre todo, fue otra.
El arte de Occidente, al recoger y recrear las imágenes que había dejado el naturalismo idealista
de la Antigüedad clásica, consagró a la figura humana como el canon supremo de la hermosura. El ataque del arte moderno contra la tradición grecorromana
y renacentista fue sobre todo una embestida contra la figura humana. La acción de Picasso fue decisiva y culminó en el periodo
cubista: descomposición y recomposición de los objetos y del cuerpo humano. La irrupción de otras representaciones de la realidad, ajenas a los arquetipos de Occidente,
aceleró la fragmentación y la desmembración de la figura humana. En las obras de muchos artistas la imagen del hombre desapareció y con ella la realidad
que ven los ojos (no la otra realidad: los microscopios y los telescopios han mostrado que los artistas no figurativos, como el resto de los hombres, no pueden escapar
ni de las formas de la naturaleza ni de las de la geometría). Picasso se ensañó con la figura humana pero no la borró; tampoco
se propuso, como
tantos otros, la sistemática erosión de la realidad visible. Para Picasso el mundo exterior fue siempre el punto de partida
y el de llegada, la realidad primordial. Como todo creador, fue un destructor; también fue un gran resucitador. Las figuras mediterráneas que habitan
sus telas son resurrecciones de la hermosura clásica. Resurrección y sacrificio: Picasso peleaba con la realidad en un cuerpo
a cuerpo que recuerda los rituales sangrientos de Creta y los misterios de Mitra en la época de la decadencia. Aquí aparece
otra gran diferencia con los artistas del pasado y con muchos de sus contemporáneos: para Picasso la historia entera es un presente instantáneo,
es actualidad pura. En verdad, no hay historia: hay obras que viven en un eterno ahora.
Como todo el arte
de este siglo, aunque con mayor encarnizamiento, el de Picasso está recorrido por una inmensa negación. Él lo dijo alguna
vez "para hacer, hay que hacer en contra...". Nuestro arte ha sido y es crítico; quiero decir, en las grandes obras
de esta época novelas o cuadros, poemas o composiciones musicales la crítica es inseparable de la creación. Me corrijo: la
crítica es creadora. Crítica de la crítica, crítica de la forma, crítica del tiempo en la novela y del yo de la poesía, crítica de la figura humana
y de la realidad visible en la pintura y en la escultura. En Marcel Duchamp, que es el polo opuesto de Picasso, la negación
del siglo
se expresa como
crítica de la pasión y de sus fantasmas. El Gran vidrio, más que un retrato, es una radiografía: la Novia es un aparato
fúnebre y risible. En Picasso las desfiguraciones y deformaciones no son menos atroces pero poseen un sentimiento contrario:
la pasión hace la crítica de la forma amada y por eso sus violencias y sevicias tienen la crueldad inocente del amor. Crítica pasional, negación corporal.
Las desgarraduras, tarascadas, navajazos y descuartizamientos que inflige al cuerpo son castigos, venganzas, escarmientos:
homenajes. Amor, rabia, impaciencia, celos: adoración de las formas alternativamente terribles y deseables en que se manifiesta
la vida. Furia erótica ante el enigma de la presencia y tentativa por descender hasta el origen, el hoyo donde se confunden
los huesos con los géneros.
Picasso no ha pintado a la realidad: ha pintado el amor a la realidad y el horror a ser reales.
Para él la realidad nunca fue bastante
real: siempre le pidió más. Por eso la hirió y la acarició, la ultrajó y la mató. Por eso la resucitó. Su negación fue un
abrazo mortal. Fue un pintor sin más allá, sin otro mundo, salvo el más allá del cuerpo que es, en verdad, un más
acá. En eso radica su gran fuerza y su gran limitación... En sus agresiones en contra de la figura humana, especialmente
la femenina, triunfa siempre la línea del dibujo. Esa línea es un cuchillo que destaza y una varita mágica que resucita. Línea
viva y elástica: serpiente, látigo, rayo; línea de pronto chorro de agua que se arquea, río que se curva, tallo de álamo,
talle de mujer. La línea avanza veloz por la tela y a su paso brota un mundo de formas que tienen la antigüedad y la actualidad
de los elementos sin historia. Un mar, un cielo, unas rocas, una arboleda y los objetos diarios y los detritus de la historia:
ídolos rotos, cuchillos mellados, el mango de una cuchara, los manubrios de la bicicleta. Todo vuelve otra vez a la naturaleza
que nunca está quieta y que nunca se mueve. La naturaleza que, como la línea del pintor, perpetuamente inventa y borra lo
que inventa... ¿Cómo verán mañana esta obra tan rica y violenta, hecha y deshecha por la pasión y la prisa, por el genio y
la facilidad?
Nota
1. Apollinaire, Un Fantôme de nuées.
[México, D. F, a 8 de septiembre de 1982. En OC
Volumen 6: Los privilegios de la vista I. Arte Moderno Universal. Edición digital de Patricio Eufraccio
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