El exilio de Helena
El Mediterráneo tiene un sentido trágico solar, que no es
el mismo que el de las brumas. Ciertos atardeceres-- en el mar, al pie de las montañas--, cae la noche sobre la curva perfecta
de una pequeña bahía y, desde las aguas silenciosas, sube entonces una plenitud angustiada. En esos lugares se puede comprender
que si los griegos han tocado al desesperación ha sido siempre a través de la belleza y de lo que ésta tiene de opresivo.
En esa dorada desdicha culmina la tragedia. Nuestra época, por el contrario, ha alimentado su desesperación en la fealdad
y en las convulsiones. Y por esa razón, Europa sería innoble, si el dolor pudiera serlo alguna vez.
Nosotros hemos exiliado la belleza; los griegos tomaron las
armas por ella. Primera diferencia, pero que viene de lejos. El pensamiento griego se ha resguardado siempre en la idea de
límite. No ha llevado nada hasta el final --ni lo sagrado ni la razón--, porque no ha negado nada: ni lo sagrado, ni la razón.
Lo ha repartido todo, equilibrando la sombra con la luz. Por el contrario, nuestra Europa, lanzada a la conquista de la totalidad,
es hija de la desmesura. Niega la belleza, del mismo modo que niega todo lo que no exalta. Y, aunque de diferentes maneras,
no exalta más que una sola cosa: el futuro imperio de la razón. En su locura, hace retroceder los límites eternos y, enseguida,
oscuras Erinias se abaten sobre ella y la desgarran. Diosa de la mesura, no de la venganza, Némesis vigila. Todos cuantos
traspasan el límite reciben su despiadado castigo.
Los griegos, que se interrogaron durante siglos acerca de
lo justo, no podrían entender nada de nuestra idea de la justicia. Para ellos, la equidad suponía un límite, mientras que
nuestro continente se convulsiona en busca de una justicia que pretende total. Ya en la aurora del pensamiento griego, Heráclito
imaginaba que la justicia pone límites al propio universo físico. "El sol no rebasará sus límites, y si lo hace, las Erinias,
defensoras de la justicia, darán con él." Nosotros, que hemos desorbitado el universo y el espíritu, nos reímos de esa amenaza.
Encendemos en un cielo ebrio los soles que queremos. Pero eso no impide que los límites existan y que nosotros lo sepamos.
En nuestros más locos extravíos, soñamos con un equilibrio que hemos dejado atrás y que ingenuamente creemos que volveremos
a encontrar al final de nuestros errores. Presunción infantil y que justifica que pueblos niños, herederos de nuestras locuras,
conduzcan hoy en día nuestra historia.
Un fragmento, también atribuido a Heráclito, enuncia simplemente:"Presunción,
regresión del progreso". Y muchos siglos después, del efesio, Sócrates, ante la amenaza de una condena a muerte, no reconocía
más superioridad que ésta: lo que ignoraba, no creía saberlo. La vida y el pensamiento más ejemplares de estos siglos concluyen
con una orgullosa confesión de ignorancia. Olvidando eso, hemos olvidado nuestra nobleza. Hemos preferido el poderío que remeda
la grandeza: primero, Alejandro, y después los conquistadores romanos que nuestros autores de manuales, por una incomparable
bajeza de alma, nos enseñan a admirar. También nosotros hemos conquistado, hemos desplazado los límites, dominado el cielo
y la tierra. Nuestra razón ha hecho el vacío. Y, al fin solos, concluimos nuestro imperio en un desierto. Cómo poder imaginarnos,
pues, ese equilibrio superior en el que la naturaleza mantenía la historia, la belleza, el bien, y que llevaba la música de
los números hasta la tragedia de la sangre? Nosotros volvemos la espalda a la naturaleza, nos avergonzamos de la belleza.
Nuestras miserables tragedias arrastran olor de oficina y la sangre que derraman tiene color de tinta de imprenta.
Por eso es indecoroso proclamar hoy que somos hijos de Grecia.
A menos que seamos hijos renegados. Colocando la historia en el trono de Dios, avanzamos hacia la teocracia tal como hacían
aquellos a quienes los griegos llamaban bárbaros y combatieron a muerte en las aguas de Salamina. Si se quiere captar bien
la diferencia, hay que volverse hacia el filósofo de nuestro ámbito que es verdadero rival de Platón. "Solo la ciudad moderna
--se atreve a escribir Hegel-- ofrece al espíritu el terreno en el que puede adquirir conciencia de sí mismo". Vivimos, así
pues, en el tiempo de las grandes ciudades. Deliberadamente, el mundo ha sido amputado de aquello que constituye su permanencia:
la naturaleza, el mar, la colina, la meditación de los atardeceres. Solo hay conciencia en las calles, porque solo en las
calles hay historia, ese es el decreto. Y como consecuencia, nuestras obras más significativas dan fe de esa misma elección.
Desde Dostoievski, buscar paisajes en la gran literatura europea es inútil. La historia no explica ni el universo natural
que había antes de ella ni la belleza que está por encima de ella. Ha decidido ignorarlos. Mientras que Platón lo contenía
todo --el sinsentido, la razón y el mito--, nuestros filósofos no contienen más que el sinsentido o la razón, porque han cerrado
los ojos al resto. El topo medita.
Fue el cristianismo el que empezó a sustituir la contemplación
del mundo por la tragedia del alma. Pero al menos se refería a una naturaleza espiritual y, a través de ella, conservaba cierta
seguridad. Muerto Dios, no quedan más que la historia y el poder. Desde hace mucho tiempo, todos los esfuerzos de nuestros
filósofos no han ido dirigidos más que reemplazar la noción de naturaleza humana por la de situación, y la antigua armonía
por el impulso desordenado del azar o el movimiento implacable de la razón. Mientras que los griegos marcaban a la voluntad
los límites de la razón, nosotros hemos puesto, como broche, el impulso de la voluntad en el centro de la razón, que se ha
vuelto asesina. Para los griegos, los valores eran preexistentes a toda acción, y marcaban, precisamente, sus límites. La
filosofía moderna sitúa sus valores al final de la acción. No están, sino que se hacen, y no los conoceremos del todo más
que cuando la historia concluya. Con ellos, desaparecen también los límites, y, como las concepciones acerca de lo que habrán
de ser aquéllos difieren, y como no hay lucha que, sin el freno de esos mismos valores, no se prolongue indefinidamente, hoy
los mesianismos se enfrentan y sus clamores se funden con el choque de los imperios. Según Heráclito, la desmesura es un incendio.
El incendio se extiende, Nietzsche ha sido superado. Europa no filosofa a martillazos, sino a cañonazos.
Sin embargo, la naturaleza está siempre ahí. Opone sus cielos
tranquilos y sus razones a la locura de los hombres. Hasta que también el átomo se encienda y la historia concluya con el
triunfo de la razón y la agonía de la especie. Pero los griegos nunca dijeron que el límite no pudiera franquearse. Dijeron
que existía y que quien osaba franquearlo era castigado sin piedad. Nada en la historia de hoy puede contradecirlos.
Tanto el espíritu histórico como el artista quieren rehacer
el mundo. Pero el artista, obligado por su naturaleza, conoce sus límites, cosa que el espíritu histórico desconoce. Por eso
el fin de este último es la tiranía, mientras que la pasión del primero es la libertad. Todos cuantos luchan hoy por la libertad,
combaten en último término por la belleza. No se trata, claro está, de defender la belleza por sí misma. La belleza no puede
prescindir del hombre y no daremos a nuestro tiempo su grandeza y su serenidad más que siguiéndolo en su desdicha. Nunca más
volveremos a ser solitarios. Pero igualmente cierto es que el hombre tampoco puede prescindir de la belleza, y eso es lo que
nuestra época aparenta querer ignorar. Se tensa para alcanzar el absoluto y el imperio, quiere transfigurar el mundo antes
de haberlo agotado, ordenarlo antes de haberlo comprendido. Diga lo que diga, deserta de este mundo. Ulises puede elegir con
Calipso entre la inmortalidad y la tierra de la patria. Elige la tierra y, con ella, la muerte. Una grandeza tan sencilla
nos resulta hoy ajena. Otros dirán que carecemos de humildad. Pero esa palabra, en cualquier caso, es ambigua. Semejantes
a esos bufones de Dostoievski que se jactan de todo, suben a las estrellas y acaban por exhibir su miseria en el primer lugar
público, a nosotros lo único que nos falta es ese orgullo del hombre que es observancia de sus límites, amor clarividente
de su condición.
"Odio mi época", escribía antes de su muerte Saint-Exupéry,
por razones que no están demasiado alejadas de las que he expuesto. Pero, por perturbador que sea ese grito viniendo precisamente
de alguien como él --que amó a los hombres por lo que tienen de admirable--, no vamos a apropiárnoslo. Y, sin embargo, qué
tentador puede resultarnos, en ciertos momentos, darle la espalda a este mundo sombrío y descarnado! Pero esta época es la
nuestra, y no podemos vivir odiándonos. Ha caído así de bajo tanto por el exceso de sus virtudes como por la grandeza de sus
defectos. Lucharemos por aquella de sus virtudes que viene de antiguo. Qué virtud? Los caballos de Patroclo lloran a su dueño
muerto en la batalla. Todo se ha perdido. Pero se reanuda el combate, ahora con Aquiles, y la victoria llega al final, porque
la amistad acaba de ser asesinada: la amistad es una virtud.
La ignorancia reconocida, el rechazo del fanatismo, los límites
del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza en fin, tal es el terreno en el que volveremos a reunirnos con los griegos.
En cierta manera, el sentido de la historia de mañana no es aquel que se cree. Está en la lucha entre la creación y la inquisición.
Pese al precio que hayan de pagar los artistas por sus manos vacías, se puede esperar su victoria. Una vez más, la filosofía
de las tinieblas se disparará por encima del mar destellante. Oh pensamiento del Mediterráneo! La guerra de Troya se libra
lejos de los campos de batalla! También esta vez los terribles muros de la ciudad moderna caerán para entregar, "alma serena
como la calma de los mares", la belleza de Helena.
1948
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Tomado de Albert Camus, El verano, Alianza Cien, Madrid,
1996.
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