Una larga vida consagrada a la poesía y a la belleza
ha sido honrada este año con el Premio Nobel de Literatura. El es un viejo jardinero, este Juan Ramón, que ha dedicado medio
siglo a la creación de una nueva rosa, una rosa mística, que llevará su nombre.
Jardines lejanos (1904), es uno de sus libros de principios del siglo. En
la región sureña de Andalucía, lejos de la ruta de Jerez a Sevilla tan conocida por los turistas suecos, nació el poeta en
1881. Pero su poesía no es un vino intoxicante y fuerte, y su trabajo no es una grandiosa mezquita convertida en una catedral.
Te hace pensar, más bien, en uno de esos jardines rodeados por paredes altas y blancas que tú ves engalanando un paisaje.
El que se detiene por un momento y entra al jardín con su cámara se corre el riesgo de ser engañado. No hay nada singular
o pintoresco aquí, sólo las cosas de costumbre: árboles frutales y el aire que vibra al atravesarlos, el estanque que refleja
el sol y la luna, un pájaro que canta. Ninguna diminuta minarete ha sido transformada
en una torre de marfil en este fértil jardín plantado en el suelo de la cultura árabe. Pero el visitante que persevera notará
que la pasividad dentro de las murallas es engañosa, que el aislamiento es sólo de lo circunstancial y transitorio, de lo
que pretende ser el presente. No fallará en observar que la rosa tiene una irradiación que exige sentidos más agudos y una
nueva sensibilidad. Hay una belleza que es más que el juego y deleite de los sentidos; ante el visitante el jardinero silencioso
de súbito aparece como un estricto director de almas. A la entrada del jardín juanramoniano el turista debe seguir las mismas
reglas que al entrar a una mezquita: lavar sus manos y enjuagarse la boca en la fuente de las abluciones, quitarse los zapatos,
etc.
El año en que Juan Ramón Jiménez comenzó a publicar sus melodiosos versos fue, en la historia de España, un año de
examen de conciencia. El 10 de diciembre de 1898, en París, se firmó el tratado con los Estados Unidos por vía del cual España
perdió a Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, así como lo que quedaba de su marina y de su prestigio. Por un golpe de pluma
los remanentes de todo un imperio colonial fueron eliminados. En Madrid un grupo de escritores tomó la pluma para reconquistar,
a su manera, el mundo dentro de las fronteras de España. Algunos de ellos a la larga lograron sus metas. Los hermanos Machado,
Valle Inclán, y Unamuno estuvieron entre ellos. Los modernistas, como ellos se
llamaban a sí mismos, se habían correspondientemente agrupado alrededor del poeta nicaragüense Rubén Darío, que se hallaba
de visita en España. Fue Darío quien también, a principios del siglo, promovió el primer libro de versos del nuevo poeta,
un libro que tuvo el manso título de Almas de violeta (1900).
Él no era un creador audaz inclinado a presentarse en el escenario a plena luz. Su canción llegó, tímida e íntima,
de un trasfondo de penumbra, y habló de la luna y de la melancolía con ecos de Schumann y Chopin. El lloró con Heine y con
su compatriota, inspirado por Heine, Gustavo Adolfo Bécquer, el exquisito poeta a quienes algunos admiradores cortos de vista
le dieron el nombre de ¨Rey Nórdico de Cabellos Dorados. Al estilo de Verlaine, él murmuró sus Arias Tristes (1903), a media voz. Cuando, poco a poco pero con paso firme, se había librado de los gentiles,
cautivadores brazos del simbolismo francés, los rasgos característicos de música e intimidad habrían de quedarse por siempre
impresos en él.
Música
y pintura—podemos observar que, en Sevilla, el joven estudiante también estudio para ser pintor. De la misma forma que
hablamos de los periodos azul y rosa de Picasso, que nació en el mismo año, los historiadores de la literatura han llamado
la atención al predominio de diferentes colores en la obra de Juan Ramón Jiménez. Al primer periodo pertenecen todos los poemas
en amarillo y verde—el famoso poema verde de García Lorca tiene su origen aquí. Más tarde, predomina el blanco, y la
desnudez del blanco caracteriza la época brillante, decisiva, que incluye lo que se ha dado en llamar el segundo estilo poético
de Juan Ramón. Aquí somos testigos del largo periodo de plenitud de un poeta de la luz. Lejos están los cuadros de estado
melancólico, lejos también están los temas anecdóticos. Los poemas sólo hablan de poesía y amor, del paisaje y del mar que
se identifican con la poesía y el amor. Un ascetismo formal llevado a la perfección, que rechaza todo adorno exterior del
verso, será el camino que lleve a la simplicidad que es la forma suprema del arte, la poesía que el poeta llama desnuda.
Este “Segundo estilo de Juan Ramón” alcanza su pleno desarrollo en Diario
de un poeta recién casado” en 1917. En este año el poeta recién casado hizo su primer viaje a América y su diario
está lleno de un sentimiento infinito por el mar, lleno de poesía oceánica. Sus libros Eternidades
(1918) y Piedra y Cielo (1919) demarcan nuevas etapas hacia la ansiada identificación
del “yo” con el mundo; poesía y pensamiento tiene el propósito de encontrar “el nombre exacto de las cosas”.
Gradualmente, los poemas se tornan más concisos, desnudos, transparentes; son, de hecho, máximas y aforismos de la poética
mística de Juan Ramón.
En su afán constante de sobrepasar logros previos, Juan Ramón Jiménez ha hecho una revisión total
de su producción temprana y ha modificado radicalmente viejos poemas, agrupando aquellos que merecen su aprobación en extensas antologías. Después de sus volúmenes Belleza y Poesía en 1923, en su afán por experimentar con nuevas formas, abandonó la publicación
de sus trabajos en forma de libro y en ocasiones publicó sin título o nombre del autor, en la forma de hojas u opúsculos dispersos
por el viento. En 1936 la Guerra Civil interrumpió la edición planeada de sus trabajos en 21 volúmenes. Animal de fondo (1949), el último libro de su periodo de exilio, es, si se lee a base de sí mismo, una muestra
de un trabajo en progreso. Hoy, por tanto, es prematuro discutir esta fase, la cual, en la historia literaria, tal vez se
la asigne el título de “el último estilo de Juan Ramón”.
Muy lejos, en lo que fue la colonia de Puerto Rico, está sufriendo hoy en día una inmensa pena. No nos será posible
ver su fino rostro con sus ojos profundos y preguntarnos si ha sido tomado directamente de un cuadro de El Greco. Encontramos
un autorretrato menos solemne en el deleitoso libro Platero y yo (1914). Allí,
vestido de luto, el poeta pasa con su barba nazarena, montado en su burrito mientras los niños gitanos gritan a viva voz:
¡El loco!. ¡El loco!. ¡El loco!...Y en realidad no siempre es fácil distinguir
entre un poeta y un loco. Pero para espíritus similares la locura de este hombre ha sido sabiduría eminente. Rafael Alberti,
Jorge Guillén, Pedro Salinas, y otros que han escrito su nombre en la historia reciente de la poesía española han sido sus
discípulos; Federico García Lorca es uno de ellos, y de igual modo lo son los poetas latinoamericanos, con Gabriela Mistral
a la cabeza. Cito la aseveración de un periodista sueco cuando supo la designación del Premio Nobel de Literatura de este
año: Juan Ramón es un poeta innato, uno de aquellos que nacen un día con la misma simplicidad
con que brillan los rayos del sol, uno que pura y simplemente ha nacido y se ha dado a los demás, inconsciente de sus talentos
naturales. No sabemos cuando nace un poeta de esa naturaleza. Sólo sabemos que un día lo encontramos, lo vemos, lo oímos,
según un día una planta florecer. Llamamos a esto un milagro.
En los anales del Premio Nobel, la literatura española ha sido uno de los jardines distantes. Raras veces hemos mirado
a su interior. El laureado de este año es el último sobreviviente de la famosa “generación del 1898”. Para una
generación de poetas en ambos lados del océano que separa, y al mismo tiempo, une los países hispánicos, él ha sido un maestro,
el maestro, para todos los efectos. Cuando la Academia Sueca le rinde homenaje a Juan Ramón Jiménez, el rinde homenaje también
a toda una época de la gloriosa literatura española.
Enter content here
|