Homenaje a Sor Juana Inés
de la Cruz en su Tercer Centenario
(1651-1695)
por
Octavio Paz
En 1690 Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla, publica la crítica de Sor Juana Inés al famoso sermón del jesuíta
Antonio de Vieyra sobre "las finezas de Cristo". La Carta Athenagórica es, quizá, el único escrito teológico de
Sor Juana. Al menos es el único que ha llegado hasta nosotros. Escrita por encargo y "con más repugnancia que otra cosa,
así por ser de cosas sagradas, a quienes tengo reverente temor, como por parecer querer impugnar, a lo que tengo aversión
natural", la Carta tuvo inmediata resonancia. Era insólito que una monja mexicana se atreviese a criticar, con tanto
rigor como osadía intelectual, al célebre confesor de Cristina de Suecia. Pero si la crítica a Vieyra produjo asombro, la
singular opinión de la poetisa acerca de los favores divinos debe haber turbado a aquellos mismos que la admiraban. Sor Juana
sostenía que los mayores beneficios de Dios son negativos: "premiar es beneficio, castigar es beneficio y suspender los
beneficios es el mayor beneficio y el no hacer finezas la mayor fineza". En una monja amante de la poesía y de la ciencia,
más preocupada por el saber que por el salvarse, esta idea corría el riesgo de ser juzgada como algo más que una sutileza
teológica. Al afirmar que las mayores finezas divinas son negativas, ¿no defendía indirectamente su afición al saber profano
frente a todos los que la incitaban a dejar los estudios de la tierra por los del cielo? Considerar como favor la indiferencia
divina significaba, por otra parte, extender la esfera del libre albedrío. El don más alto de Dios consistía en abandonar
los hombres a su suerte.
El obispo de Puebla, editor y amigo de la monja, no oculta su desacuerdo. Con el seudónimo de Sor Filotea de la Cruz,
declara en la misiva que precede a la Carta Athenagórica: "Aunque la discreción de Vmd. las llama finezas (a los beneficios
negativos), yo las tengo por castigos". Para un cristiano no hay vida fuera de la gracia. Ante las aficiones intelectuales
de Sor Juana el prelado muestra incoformidad semejante: "no pretendo que Vmd. mude de genio, renunciando a los libros,
sino que lo mejore leyendo el de Jesucristo... Lástima que un tan gran entendimiento de tal manera se abata a las raseras
noticias de la Tierra que no desee penetrar lo que pasa en el Cielo; y ya que se humilla al suelo que no baje más abajo, considerando
lo que pasa en el Infierno". La discusión teológica pasa a segundo plano. La carta del Obispo enfrenta a Sor Juana con
el problema de su vocación y, más radicalmente, con el de la vida religiosa.
La Respuesta a Sor Filotea de la Cruz es el último escrito de Sor Juana. Y, con el Primero Sueño, su obra más significativa.
Autobiografía crítica, defensa de su derecho al saber y confesión de los límites de todo humano saber, este texto anuncia
su final sumisión. Dos años después vende sus libros y se abandona a los poderes del silencio. Madura para la muerte, no escapa
a la epidemia de 1695. Entre las pocas cosas que se encontraron en su celda figura un romance incompleto, "en reconocimiento
a las inimitables plumas de la Europa que hicieron mayores sus obras con sus elogios". Temo que no sea posible comprender
lo que nos dicen su obra y su vida si antes no asimos el sentido de esta renuncia a la palabra. Oír lo que nos dice su callar
es algo más que una fórmula barroca de la comprensión. Pues si el silencio es "cosa negativa", no lo es el callar.
El oficio propio del silencio es "decir nada", que no es lo mismo que nada decir. El silencio es indecible, expresión
sonora de la nada. El callar es significante. Aún de "aquellas cosas que no se pueden decir es menester decir siquiera
que no se pueden decir, para que se entienda que el callar no es no saber qué decir sino no caber en las voces lo mucho que
hay que decir". ¿Qué es lo que nos callan los últimos años de Sor Juana? Y eso que se calla, ¿pertenece al reino del
silencio, esto es, de lo indecible, o al del callar, que habla por alusiones y signos?
La crisis de Sor Juana coincide con los trastornos y calamidades públicas que ensombrecieron el final del siglo XVII mexicano.
No parece razonable pensar que lo primero sea efecto de lo segundo. El silencio de Sor Juana no puede explicarse por los tumultos
de 1692. Esta clase de explicaciones lineales exigen siempre un tercer término, que a su vez necesita de otro. La cadena de
las causas y efectos no tiene fin. Por otra parte, no es posible explicar la cultura por la historia --como si se tratase
de órdenes diferentes: uno el mundo de los hechos, otro el de las obras. Los hechos son inseparables de las obras; el hombre
se mueve en un mundo de obras. La cultura es historia. Y puede añadirse que lo propio de la historia es la cultura y que no
hay más historia que la de la cultura: la de las obras de los hombres, la de los hombres en sus obras. Lo otro es el dominio
de las ciencias de la naturaleza. Así, el silencio de Sor Juana y los tumultos de Nueva España son hechos históricos que no
resultan inteligibles sino dentro de la historia de la cultura colonial. Otros hechos, de signo semejante, pueden ayudarnos
a comprenderlos. En esos mismos años Sigüenza y Góngora, el hombre más sabio de Nueva España, modifica su actitud ante los
indios. La reserva --sino la hostilidad-- substituye al antiguo interés. Es sabido que la tradición --entendida como pasado
vivo-- nunca se nos da hecha: es una creación. Sigüenza es el primero que con plena conciencia intenta crear una tradición
novohispana en la que el sepultado mundo indígena sea algo más que el coro de la acción española. La rebelión de los indios
y el saqueo del Palacio Virreinal iluminaron con otra luz aquel pasado indígena que él fué uno de los primeros en admirar.
La arqueología mostraba abismos semejantes a los que abría la especulación de Sor Juana. El saber se volvía peligroso. El
mundo colonial había perdido de pronto su coherencia y los elementos que lo componían se revelaban bruscamente incompatibles
e irreductibles.
En el orden histórico Nueva España había sido fundada como armónica y jerárquica convivencia de muchas razas y naciones,
a la sombra de la monarquía austríaca: en el espiritual, sobre la identidad última entre razón y fe. La superioridad del catolicismo
frente a las antiguas religiones residía en su carácter racional. Ser de razón equivalía a ser cristiano. Renunciar a la palabra
racional, quemar la Audiencia --símbolo del Estado-- y negar a los indios, eran actos de significación parecida. En ellos
la sociedad novohispana se expresa como negación. Y no frente a algo externo, sino ante sí misma. La Colonia se niega a sí
misma, renuncia a ser. El poeta calla, el intelectual abdica, el pueblo se amotina. La crisis desemboca en el silencio y el
cadalso. La historia colonial se revela como aventura sin salida. Todas las puertas se cierran, excepto la ultraterrena. Mas
para traspasarla hay que negarse a sí mismo y morir.
El sentido de la crisis colonial puede falsearse si se cede a la tentación de considerarla como una profecía de la Independencia
mexicana. Esto sería cierto si la Independencia americana hubiese sido solamente la extrema consecuencia de la disgregación
del Imperio Español. Pero es algo más. Y, también, algo substancialmente distinto: una revolución, esto es, un cambiar el
orden colonial por otro, un total empezar de nuevo la historia de América. Contrariamente a lo que dicen los historiadores,
el mundo colonial no engendra al México independiente. Hay una ruptura y, tras ella, una superposición de principios e instituciones.
Es verdad que muchos rasgos coloniales se prolongan hasta 1857 y aún hasta nuestros días, pero como inercia y obstinado sobrevivirse.
Es decir, como hechos que han perdido sentido histórico. De allí que el siglo XIX se haya sentido ajeno al pasado colonial.
Nadie se reconocía en la tradición novohispana porque, en efecto, esa tradición no era la de los liberales que hicieron la
Independencia. Durante más de un siglo México ha vivido sin pasado.
Ahora nos encontramos ante una situación parecida a la del final del siglo XVII. La crisis actual es también crisis de
los fundamentos del mundo, como en la época de Sor Juana. Resolver la crisis dentro de los supuestos de nuestra tradición,
permitiría la reconquista del pasado colonial. Cerraríamos así la herida de la independencia. No quería otra cosa, después
de todo, Sigüenza y Góngora: convertir la Conquista en un hecho americano. Mas si, como parece probable, somos incapaces de
una creación que armonice los contrarios principios que nos desgarran, nuestra respuesta frente a la historia será la abdicación
y el silencio. Y la sociedad que surja de esa renuncia, si alguna surge, no podrá reconocerse en nuestras obras, como los
liberales no se reconocieron en las del mundo colonial.
El carácter extremo de nuestra crisis nos deja vislumbrar el sentido de la que paralizó al mundo colonial. Frente a la
pluralidad de naciones que distinguía al mundo prehispánico, Nueva España se presenta como una construcción unitaria. Todos
los pueblos y todos los hombres tenían cabida en ese orden universal. En los villancicos de Sor Juana una abigarrada multitud
confiesa en nahuatl, latín y español una sola fe y una sola lealtad. El catolicismo colonial era tan universal como la monarquía
y en su cielo, apenas disfrazados, cabían todos los viejos dioses y las antiguas mitologías. Gracias al bautismo los indios
--abandonados por sus divinidades-- reanudan sus lazos con lo Sagrado y ocupan un lugar en este mundo y en el otro. El desarraigo
se resuelve en superposición de creencias. Mas cuando llega el catolicismo a México es ya una religión hecha y a la defensiva.
El apogeo de la religión católica en América coincide con la Contrarreforma en Europa. Lo que allá era ocaso, fué alba entre
nosotros. Esta diferencia de un ritmo histórico --raíz de la crisis-- también es perceptible en otras órbitas, desde las económicas
hasta las literarias. Apenas la originalidad de la nueva sociedad quiere expresarse, resultan insuficientes los principios
que la habían fundado. Aquella universalidad era impuesta, no había crecido de dentro para afuera. Ni las Leyes de Indias
bastaban, ni el pasado indígena tenía vigencia en la cultura colonial. Y el saber tradicional era incapaz de saciar la curiosidad
de espíritus como Sor Juana Inés o Sigüenza y Góngora.
Sor Juana encarna la madurez de Nueva España. Y esa madurez se expresa en formas ya hechas y que impedían toda originalidad
creadora. La obra poética de la monja es un excelente y personal muestrario de los estilos del XVI y XVII. A veces --como
en su imitación de Jacinto Polo de Medina-- resulta superior a su modelo. Su teatro religioso sigue de cerca a Calderón y
El Divino Narciso no es indigno de los autos del poeta español. Sólo en el Primer Sueño va más allá de su deliberado modelo
y rebasa los límites de una escuela. Pero Juana Inés casi nunca escapa del estilo. Para expresarse realmente habría sido necesario
romper aquellas formas que tan sutilmente la aprisionaban. Destruirlas exigía negarse a sí misma. El conflicto era insoluble
porque la única salida implicaba la destrucción misma de los supuestos que fundaban al mundo colonial.
Si era imposible negar los principios sin negarse a sí misma, también lo era proponer otros. Ni la tradición ni la historia
de Nueva España, podían ofrecer soluciones diferentes. Siglos más tarde se adoptaron otros principios, pero venían de fuera
--de Francia-- y estaban destinados a fundar otra sociedad. A fines del siglo XVII el mundo colonial pierde la posibilidad
de re-engendrarse. Los mismos principios que le habían dado el ser, lo ahogaban. Tal es el sentido de la renuncia en que termina
la crisis de Nueva España.
Negar a este mundo y afirmar al otro era un acto que para Sor Juana no podía tener la misma significación que para los
grandes espíritus de la Contrarreforma o para los evangelizadores de Nueva España. La renuncia a este mundo no implica, para
Teresa o Ignacio, la dimisión o el silencio, sino un cambio de signo de este mundo: la historia, y con ella la acción humana,
se abre a lo ultraterreno y adquiere así nueva fertilidad. La mística misma no era tanto un salir de este mundo como un insertar
la vida en la historia sagada. El catolicismo militante, evangélico o reformador, impregna de sentido a la historia. La negación
de este mundo se traduce finalmente en una afirmación de la acción histórica. La porción verdaderamente personal de la obra
de Sor Juana, en cambio, no se abre a la acción o a la contemplación, sino al conocimiento. Un conocer que es un interrogar
a este mundo, sin juzgarlo. Esta nueva especie de conocimiento era imposible dentro de los supuestos de su universo histórico.
Durante más de veinte años Sor Juana se obstina. Y no cede sino cuando el muro se cierra definitivamente.
Si no se entiende su callar, no se podrá comprender lo que significan el Primer Sueño y la Respuesta a Sor Filotea de
la Cruz. Sin duda pesaron en su ánimo la actitud de su enérgico confesor y la velada o abierta oposición de todos los que
la rodeaban. Es evidente, también, que los desórdenes sociales fortalecieron su decisión final. Pero la presión externa no
lo explica todo. Dentro de ella misma el conflicto era radical: el saber es imposible, todo desemboca en el silencio. El conocimiento
es un sueño. Su primero y único sueño. Cuando despierta, al final de su vida, calla. Su vigilia, lúcida y reticente, cierra
el sueño dorado del virreinato. Así, la comprensión de su callar.
las glorias deletrea
entre los caracteres del estrago.
Gloria ambiguas. Todo en ella es ambivalente: vocación, alma, cuerpo y el silencio mismo. Niña aún, su familia la envía
a la ciudad de México, con unos parientes. Su madre, viuda, se había vuelto a casar --hecho que no dejó de marcarla y que
contribuye a explicar algunas de sus actitudes ante el mundo y los hombres--. A los trece años es dama de compañía de la Marquesa
de Mancera, virreina de Nueva España. A través de la biografía del padre Calleja nos llegan los ecos de las fiestas y concursos
en que Juana, niña prodigio, brillaba. Hermosa y sola, no le faltaron enamorados. Mas no quiso ser "pared blanca donde
todos quieren echar borrón". Toma los hábitos porque "para la negación total que tenía al matrimonio era lo menos
desproporcionado y lo más decente que podía elegir".
Ni la ausencia del amor terrestre ni la urgencia del divino la llevan al claustro. El convento es un expediente, una solución
razonble, que le ofrece refugio y soledad. La celda es retiro, no cueva de ermitaño. Laboratorio, biblioteca, sala de música,
allí se recibe y conversa, se leen versos, se discute, se oye buena música. Desde el convento participa en la vida intelectual
y en la palaciega. Versifica sin cesar. Escribe comedias, villancicos, loas, tratados de música, reflexiones de moral. Entre
el Palacio Virreinal y el convento hay un ir y venir de rimas y obsequios, parabienes, poemas burlescos, peticiones. Niña
mimada, décima musa.
Buena parte de su obra está impregnada de un mexicanismo gracioso o melancólico. En sus villancicos surgen las "cláusulas
tiernas del mexicano lenguaje" al lado del negro congolés y el habla rota del vizcaíno. Sor Juana usa con entera cociencia
y hasta con cierta coquetería todas esas raras especias:
¿Qué mágicas infusiones
de los indios herbolarios
de mi patria, entre mis letras
el hechizo derramaron?
Sería un error de perspectiva histórica confundir la estética barroca --que abría las puertas al exotismo del Nuevo Mundo--
con una preocupación nacionalista cualquiera. Más bien se puede decir lo contrario. Pero si no tiene conciencia de la nacionalidad,
si la tiene, y muy viva, de la universalidad del Imperio. Indios, criollos, mestizos, blancos y mulatos forman un todo. Su
preocupación por las religiones precortesianas --visible en loa que precede a El Divino Narciso-- posee el mismo sentido.
La función de la Iglesia no es diversa a la del imperio: conciliar los antagonismos, abrazar las diferencias en una verdad
superior.
El amor es uno de los temas constantes de su poesía. Dicen que amó y fué amada. Ella misma así lo da a entender en liras
y sonetos --aunque en la Respuesta advierte que todo lo que escribió, excepto el Primer Sueño, fué de encargo. Poco importa
que esos amores hayan sido ajenos o propios, vividos o soñados. Ella los hizo suyos por gracia de la poesía. Su erotismo es
intelectual, con lo que no quiero decir que carezca de profundidad o de autenticidad. Se complace, como todos los grandes
enamorados, en la dialéctica de la pasión. Y también, sensual, en su retórica, que no es lo mismo que la pasión retórica de
ciertas poetisas. Los hombres y mujeres de sus poemas son imágenes, sombras "labradas por la fantasía". Su platonismo
no está exento de ardor. Siente a su cuerpo como una llama sin sexo:
Y yo sé que mi cuerpo
sin que a uno u otro se incline
es neutro, o abstracto, cuanto
sólo el alma deposite.
La cuestión es quemante. Y así, la deja "para que otros la ventilen", pues no debe sutilizar en lo que está
bien que se ignore.
Igualmente ambigua es su actitud ante el amor y, más precisamente, ante los otros cuerpos. Los hombres de sus sonetos
y liras son siempre ausencia o desdén, sombras huidizas. Sus retratos de mujeres son espléndidos, señaladamente los de las
Virreinas que la protegieron: la Marquesa de Mancera y la Condesa de Paredes. El romance decasílabo en esdrújulos que "pinta
la proporción hermosa de la señora de Paredes" es una de las obras memorables de la poesía gongorina. No debe escandalizar
esta pasión:
Ser mujer y estar ausente
no es de amarte impedimento,
pues sabes tú que las almas
distancia ignoran y sexo.
En casi todas sus poesías amorosas --y también en aquellas que tratan de la amistad que profesa a Filis o a Lisis-- resuena
el mismo razonamiento: "el amor puro, sin deseo de indecencias, puede sentir lo que el más profano". En uno de sus
más hondos sonetos repite:
aunque dejes burlado el lazo estrecho
que tu forma fantástica ceñía,
poco importa burlar brazos y pechos
si te labra prisión mi fantasía.
Cierto, se enamora del cuerpo con el alma, más ¿quién podrá trazar las fronteras entre uno y otro? Para nosotros cuerpo
y alma son lo mismo. Nuestra idea del cuerpo está teñido de espíritu y a la inversa. Sor Juana vive en un mundo basado en
el dualismo de cuerpo y espíritu. Para ella el problema era de fácil resolución en la esfera de las ideas. Lo era menos en
la de los sentimientos. Cuando muere la marquesa de Mancera, pregunta:
Bello compuesto en Laura dividido,
alma inmortal, espíritu glorioso,
¿por qué dejaste cuerpo tan hermoso?
¿y para qué tal alma has despedido?
Sor Juana se mueve entre sombras: las de los cuerpos inasibles y las de las almas huidizas. Sólo, quizá, el amor divino
es concreto y cierto. Pero Sor Juana no es un poeta místico. En sus poemas religiosos la Divinidad es abstracta. Dios es idea.
Aun en donde sigue visiblemente a los místicos se resiste a confundir lo terreno y lo celeste. El amor divino es amor racional.
En él se funden razón e inclinación. Para ella -como para toda su época-- era cada vez más difícil sentir ese acuerdo superior
entre razón y fe como algo más que una idea.
Su gran amor no fueron estos amores. Desde niña se inclina por las letras. Adolescente, concibe el proyecto de vestirse
de hombre y concurrir a la Universidad. Resignada a ser autodidacta se queja: "Cuán duro es estudiar en aquellos caracteres
sin alma, careciendo de la voz viva del maestro". Y añade que todos los trabajos "los sufría por amor a las letras;
oh, si hubiese sido por amor de Dios, que era lo acertado, cuánto hubiera merecido!" Cierto o fingido, este lamento es
una confesión: el conocimiento que busca no es el que está en los libros sagrados. O, al menos, no está en ellos exclusivamente.
Si la Teología es "la reina de las ciencias", ella se demora en sus aledaños: física y lógica, retórica y derecho.
Su curiosidad no es la del especialista. Aspira a la integración de las verdades particulares e insiste en la unidad del saber.
La variedad no daña a la comprensión general, antes la exige; todas las ciencias se corresponden: "es la cadena que fingieron
los antiguos que salía de la boca de Júpiter, de donde pendían todas las cosas, eslabonadas unas con otras".
Es impresionante su interés por la ciencia. En los versos barrocos del Primer Sueño describe, con encantadora pedantería,
las funciones alimenticias, los fenómenos del sueño y de la fantasía, el valor curativo de ciertos venenos, las pirámides
egipcias, la linterna mágica que
representa fingidas
en la blanca pared varias figuras
de la sombra no menos ayudada
que de la luz que en trémulos reflejos...
Todo se mezcla: teología y ciencia, retórica barroca y real asombro ante el universo. Su actitud es insólita en la tradición
hispánica. Para los grandes españoles el saber se resuelve en acción o en negación del mundo. Para Sor Juana el mundo es problema.
Todo le da ocasión de aguzar preguntas, todo ella se aguza en pregunta. El universo es un vasto laberinto, dentro del cual
el alma no acierta a encontrar el desenlace, "sirtes tocando de imposibles en cuantos intenta rumbos seguir". Nada
más alejado de este laberinto de hipótesis que la imagen del mundo que nos han dejado los clásicos españoles. En ellos ciencia
y acción se confunden. Saber es obrar. Y todo obrar, como todo saber, está referido al más allá. El sabio es hechicero, asceta
o santo. Dentro de esta tradición el saber desinteresado parece blasfemia o locura.
La Iglesia no juzgó a Sor Juana loca o blasfema, pero sí lamentó su extravío. En la Respuesta nos relata que "la
mortificaron y atormentaron con aquél: no conviene a la santa ignorancia este estudio; se ha de perder, se ha de desvanecer
en tanta altura con su misma perspicacia y agudeza". Doble soledad: la de la conciencia y la de la mujer. Una Superiora
--"muy santa y muy cándida, que creyó que el estudio era cosa de la Inquisición"-- le manda que no estudie. Su confesor
aprieta el cerco y durante dos años la priva de auxilios espirituales. Era difícil resistir a tanta presión contraria, como
antes lo había sido no marearse con los halagos de la Corte. Sor Juana persiste. Apoyándose en los textos de los Padres de
la Iglesia, defiende su derecho --y el de todas las mujeres-- al conocimiento. Y no sólo al saber, también a la enseñanza:
"¿qué inconveniente tiene que una anciana tenga a su cargo la educación de las doncellas?"
Versátil, atraída por mil cosas a la vez, se defiende estudiando y estudiando se repliega. Si le quitan los libros, le
queda el pensamiento que consume más en un cuarto de hora que los textos en cuatro años. Ni el sueño se libra "de este
continuo movimiento de mi imaginativa, antes suele obrar en él más libre y desembarazada... arguyendo y haciendo versos de
que pudiera hacer un catálogo muy grande". Confesión preciosa entre todas y que nos da la clave de su poema capital:
el sueño es una más larga y lúcida vigilia. Soñar es conocer. Frente al saber diurno se erige otro --necesariamente rebelde,
fuera de la ley y sujeto a un castigo que, más que atemorizar al espíritu, lo estimula. Es ocioso subrayar hasta qué punto
la concepción que preside el Primer Sueño coincide con las preocupaciones de la poesía moderna.
Debemos la mejor y más clara descripción del asunto de Primer Sueño al Padre Calleja: "Siendo de noche, me dormí;
soñé que de una vez quería comprender todas las cosas de que el universo se compone; no puede, ni aún divisar por categorías,
ni aún sólo un individuo. Desengañada, amaneció; y desperté". Sor Juana indica que escribió el poema como deliberada
imitación de las Soledades. La sintaxis, en efecto, es gongorina. Mas el Sueño es el poema del asombro nocturno, en tanto
que el de Góngora, Luzbel resplandeciente, es el del mediodía. Tras las imágenes de Góngora, no hay nada, porque su mundo
es eso: pura imagen, esplendor de la apariencia. El universo de Sor Juana --nada rico en colores, abundante en sombras, abismos
y claridades súbitas-- es un laberinto de símbolos, un delirio racional. Primer Sueño es el poema del conocimiento. Esto lo
distingue de la poesía gongorina y, más totalmente, de toda la poesía barroca. Esto mismo lo enlaza, inesperadamente, a la
poesía alemana romántica y, por ella, a la de nuestro tiempo.
En algunos pasajes el verso barroco se resiste al inusitado ejercicio de transcribir en imágenes conceptos y fórmulas
abstractas. El lenguaje se vuelve abrupto y pedantesco. En otros, los mejores y más intensos, la expresión es vertiginosa
a fuerza de lucidez. Sor Juana crea un paisaje abstracto y alucinante, hecho de conos, obeliscos, pirámides, precipicios geométricos
y picos agresivos. Su mundo participa de la mecánica y del mito. La esfera y el triángulo rigen su cielo vacío. Poesía de
la ciencia, pero también del terror nocturno. Todo duerme, vencido por la noche: el rey y el ladrón, los amantes y el solitario.
Yace el cuerpo, entregado a sí mismo. Vida disminuída del cuerpo, vida desmesurada del espíritu, libre de su peso corporal.
Los alimentos, transformados en calor, engendran sensaciones que la fantasía convierte en imágenes. En lo alto de su pirámide
--formada por todas las potencias del espíritu: memoria e imaginación, juicio y fantasía-- el alma contempla los fantasmas
del mundo y sobre todo esas figuras de la mente, "que intelectuales claras son estrellas" de su cielo interior.
En ellas el alma se recrea en sí misma. Se desprende de esta contemplación y despliega la mirada por todo lo creado. La diversidad
del mundo la deslumbra y acaba por cegarla. Aguila intelectual, el alma se despeña "en las neutralidades de un mar de
asombros". La caída no la aniquila. Incapaz de volar, trepa. Penosamente, paso a paso, sube la pirámide. Divide al mundo
en categorías, escalas del conocimiento. El método debe reparar el "defecto de no poder conocer con un acto intuitivo
todo lo creado". El poema describe la marcha del pensamiento, espiral que asciende desde lo inanimado hasta el hombre
y su símbolo: el triángulo, figura en la que convergen lo animal y lo divino. El hombre es el lugar de cita de la creación,
el punto más alto de tensión de la vida, siempre entre dos abismos: "altiva bajeza... a merced de amorosa unión".
El método no remedia las carencias del espíritu. El entendimiento no puede discernir los enlaces que unen lo inanimado
a lo animado, el vegetal al animal, el animal al hombre. Ni siquiera le es dable penetrar en los fenómenos más simples. Los
individuos son tan irreductibles como las especies. Sabemos oscuramente que la inmensa variedad de la creación se resuelve
en una ley, mas esa ley es inasible. El alma vacila. Acaso sea mejor retroceder. Surgen ejemplos de otras derrotas. Ellas
demuestran al ánimo que otras almas no dudaron en eternizar su nombre en su ruina". El poema se puebla de imágenes prometeicas.
El acto de conocer, no el conocimiento mismo, es el premio del combate. El alma despeñada se afirma. Haciendo "halago
de su terror" se reapresta a elegir nuevos rumbos. En ese instante el cuerpo, ayuno de alimentos, reclama lo suyo. Brota
el sol. Las imágenes se disuelven. El conocimiento es un sueño.
La victoria del sol es parcial y cíclica. Triunfa en medio mundo, es vencido en el otro medio. La noche rebelde, "en
su mismo despeño recobrada", erige su imperio en los territorios que el sol desampara. Allí otras almas sueñan el sueño
de Sor Juana. El universo que nos revela el poema es ambivalente: la vigilia es el sueño; la derrota de la noche, su victoria.
El sueño del conocimiento es: el conocimiento es sueño. Cada afirmación lleva en sí una negación. Todo es su contrario.
La noche de Sor Juana no es la noche carnal de los amantes, ni la de los místicos. Altiva noche construída a pulso, sobre
el vacío. Geometría rigurosa, obelisco taciturno, todo fija tensión hacia los cielos. Ese impulso vertical es lo único que
recuerda a otras noches de la mística española. Mas los místicos son como aspirados por las fuerzas celestes, según se ve
en ciertos cuadros de El Greco. En el Primer Sueño el cielo se cierra. Las alturas son hostiles al vuelo. Silencio frente
al hombre. El ansia de conocer es ilícita y rebelde el alma que sueña el conocimiento. Soledad nocturna de la conciencia.
Sequía, vértigo, jadeo. Pero no todo es adverso. El hombre se afirma en sí mismo: saber es sueño, mas ese sueño es todo lo
que sabemos de nosotros y en él reside nuestra grandeza. Juego de espejos en el que el alma se pierde cada vez que se alcanza
y se gana cada vez que se pierde. La emoción del poema brota de la conciencia de esta ambigüedad. La noche vertiginosa y cíclica
de Sor Juana nos revela de pronto su centro fijo: Primer Sueño no es el poema del conocimiento, sino del acto de conocer.
El poeta trasmuta sus fatalidades históricas y personales. Una vez más la poesía se alimenta de historia y biografía. Una
vez más las trasciende.
París, 20 de octubre de 1951.
[Sur No. 206 (Diciembre de 1951): 29-40.]
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